Publicado en El País, 9 de junio de 2016
Las invitaciones a deliberar suponen una actitud de diálogo tolerante que es muy beneficiosa para la convivencia entre distintas posturas y muy sana frente a la tendencia hispánica a la confrontación, pero es frecuente que caigan en la equiparación entre deliberar y debatir, términos que muchas veces se usan como si fuesen sinónimos cuando hay entre ellos una diferencia que prácticamente los opone.
La apunta bien el diccionario de la Academia, cuando define “deliberar” como “considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos. Resolver algo con premeditación”. Señala, en cambio, que debatir “(del lat. debattuĕre ‘batir, sacudir’, ‘batirse’)” es “discutir un tema con opiniones diferentes. Luchar o combatir”.
La distancia semántica entre ambos es enorme. Debaten los partidarios de dos equipos de futbol cuando defienden en el bar la superioridad del suyo. Debaten los candidatos de los partidos políticos cuando repiten sus tediosos argumentos sin la menor intención de convencer al contrario, pero con el objetivo de quitarle algún votante. Debatir es vencer al rival, es intentar ganarse al público para que compre nuestro producto y no el de la competencia. Deliberar es ofrecer al interlocutor argumentos que desconocía y recibir a cambio de él otros que uno mismo ignoraba. Gana un debate quien consigue seducir a los espectadores y convencerles de que el detergente propio lava más blanco que el del contrario. Gana una deliberación quien logra superar muchas de las ideas que tenía al comenzarla y cambiarlas por otras, más valiosas, que le ha ofrecido su interlocutor. Deliberar es lo que se hace en un proceso judicial honesto. Deliberar es lo que deberían hacer nuestros representantes en el Parlamento, aunque debatir es lo que, desgraciadamente, hacen. El día en que un diputado le diga al del partido contrario que sus argumentos le parecen convincentes, que no había pensado en ellos y por tanto va a cambiar el sentido de su voto, habrá empezado la auténtica deliberación parlamentaria; no parece que ese acontecimiento vaya a darse en el futuro próximo.
Nos agrada que aplaudan nuestras ocurrencias, pero nos hace muy poca gracia que nos lleven la contraria
El principal estudioso del concepto “deliberación” en nuestro país, Diego Gracia, sostiene que, desde Aristóteles, deliberar es contrastar opiniones diversas sobre los temas que, por su naturaleza, no admiten demostraciones rotundas sino razonamientos dialécticos. La experimentación científica nos ofrece datos acerca de hechos; la deliberación nos permite hacer juicios sobre conflictos de valores. Se trata de encontrar la vía que permita, en la práctica, optimizar al máximo todos los valores en juego, o al menos conseguir el mejor equilibrio posible entre ellos. El objetivo que se plantea al deliberar es contrastar saberes y experiencias de diverso origen para poder tomar una decisión prudente y acertada sobre cuestiones en las que no caben juicios ciertos o falsos, sino solo probabilísticos. La sensatez, la sabiduría y la prudencia, junto con la apertura al diálogo con el otro, son los factores que determinan el resultado. La tesis de Diego Gracia es, por supuesto, mucho más compleja y menos esquemática que mi telegráfico resumen.
El problema es que la deliberación va contra la tendencia más profunda del animal humano. Somos los miembros de esta especie una curiosa mezcla de orgullo y deseo, pero nuestro mayor deseo suele ser que nos gratifiquen el orgullo. Hay que haber alcanzado un nivel de racionalidad muy alto y un ánimo muy templado para llegar a escribir sinceramente lo que Unamuno escribió en una carta a Cajal: “No me gustan los que me dicen lo que yo me digo, y me aficiono a los que de vez en cuando me contradicen”. Lo habitual es lo contrario: a todos nos gusta instintivamente que nos den la razón pero nos molesta que nos refuten. Nos agrada que aplaudan nuestras ocurrencias, pero nos hace muy poca gracia que nos lleven la contraria. Si es cierto que pensar es cambiar de ideas, no es menos cierto que el pensamiento es siempre doloroso: lo dulce es seguir creyendo que teníamos desde el principio toda la razón.
Si admitiésemos la cuestionada oposición entre naturaleza y cultura, podríamos decir que lo natural, lo estimulante, lo energético, lo catártico es debatir; lo difícil, lo molesto, lo enriquecedor, lo civilizado, es hacer el esfuerzo de elevarnos a la deliberación. Ya nos explicó Freud que la cultura se basa en la renuncia a los impulsos más básicos. Quizá sea esa la razón de que prolifere en nuestro entorno el agrio debate y sea tan difícil llegar a la auténtica deliberación.