Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 804, junio 2017, pp. 64-77.
Los documentos inéditos que hemos ido estudiando desde el año 2013 en el proyecto de investigación oficial sobre escritos autobiográficos en autores españoles del siglo veinte1 están ayudando mucho a clarificar las diferentes interpretaciones que se han hecho sobre la evolución política de Gonzalo Torrente Ballester.2 Las primeras conclusiones muestran que ya en diarios íntimos de 1931 se manifestaba Torrente como un firme partidario del socialismo revolucionario que aspiraba a la justicia social manteniendo a la vez un sentido católico de la vida. En sus debates con amigos comunistas y anarquistas distinguía siempre la creencia en Dios de la crítica implacable a la Iglesia española, puesta al servicio de la más innoble derecha conservadora. Y lo expresa en término inequívocos en su anotación del 8 de noviembre de 1931:
“Hay algo en lo que nos sentimos unánimes: la necesidad de una reforma social. Auténtica, profunda, definitiva. Una Revolución. Pero tropezamos al llegar a Dios. (…) Escanio no cree en Dios. (…) Nosotros le acosamos. Él sabe que no somos unos vivos, no cree que prediquemos a Dios, ‘opio del pueblo’, para vivir ricamente. Cree en nosotros, que amamos el Comunismo y la Revolución”.3
No es extraño, con esta actitud de fondo que mantuvo toda la vida, su fascinación por el falangismo tal como lo formuló José Antonio Primo de Rivera, reforzada por su estrecha amistad con Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y el llamado “Grupo de Burgos” que tendría como órgano de expresión la revista Escorial. En aquel momento era tan explícita su hostilidad al liberalismo y a la democracia parlamentaria como su convicción de que el auténtico falangismo implicaba un gobierno totalitario, nacionalista e incluso imperialista, que articulase la grandeza de España con la reforma agraria, la política social y la nacionalización de la banca.
Todas estas ilusiones tuvieron sus primeros desengaños cuando Franco publicó el decreto de unificación de falangistas y requetés, a quienes los joseantonianos despreciaban por conservadores reaccionarios. Desde el fusilamiento de Primo de Rivera en Alicante se fue evidenciando la distancia entre la construcción de la dictadura franquista y las ilusiones nacional-socialistas de los “camisas viejas”. La ruptura se consumó con la destitución de Serrano Suñer (que daba apoyo a los falangista) y el giro ideológico de la revista Escorial. A partir de ahí se inició un largo proceso de reflexión en el que Dionisio Ridruejo, primero, y su compañeros, después, sin abandonar sus creencias profundas de tipo socialista y cristiano, fueron alejándose de la ideología totalitaria que les había llevado a identificarse con el fascismo y acabaron transformados en auténticos demócratas liberales durante la segunda mitad del siglo veinte.4
El objetivo del presente texto es mostrar claramente la forma en que Torrente Ballester expresó en dos textos publicados ya en 1946 la oposición entre las figuras de José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco, ensalzando al primero y burlándose del segundo mediante un artificio literario que fue capaz de esquivar la vigilancia de los censores.
*
Las circunstancias históricas que a Torrente le tocaron en suerte (no precisamente buena) pusieron ante sus ojos todo el proceso constructivo de un doble mito histórico, desde su inicio hasta el final: Franco y José Antonio Primo de Rivera. Ambos mitos se crearon de forma paralela, como si fuesen complementarios; pero sus constructores no lograron ocultar la profunda diferencia entre ellos. Desde 1940 hasta el final de sus días, Torrente los escudriñó una y otra vez de arriba abajo, en todos los aspectos: el mito y el poder, el mito del poder, el poder del mito… Observó los procedimientos de propaganda, deformación y magnificación que se les aplicaron. Fue una maniobra para él tan evidente, tan elocuente, que le mostró con toda claridad la forma en que se pueden crear, manejar y manipular figuras míticas. Era toda una construcción deliberada de dos imágenes paralelas que a veces le recordaba un “mano a mano” taurino, algo así como la posterior rivalidad entre Ordoñez y Dominguín. Pero con la peculiaridad de que uno estaba muerto y el otro tenía el poder absoluto y dominaba el país como se domina un cuartel.
Mediada la década de los ochenta, Torrente todavía aseguraba que la personalidad de Franco era bastante desconocida, que se sabía lo que había hecho pero se desconocían las razones íntimas que le habían empujado a hacerlo. Eso suele acontecer, pensaba él, cuando se intenta mitificar a un hombre vivo, como se hizo en este caso; como hizo, hasta cierto punto, personalmente el mismo Franco.
Su mitificación tenía aspectos peculiares que la singularizaban: un general victorioso frente al que aparecía el otro mito, el de un civil, el Ausente, ejecutado por los republicanos. Uno había dirigido la estrategia militar, pero el Otro había elaborado la doctrina que pretendía purificar revolucionariamente el país. Torrente decía que la originalidad de la operación mitificadora, intensificada desde el fusilamiento de Primo de Rivera, fue que se utilizase a un político muerto para potenciar la imagen de un dictador vivo:
“Había como una especie de celos disimulados, aunque explicables, ya que se configuraba un personaje que él, el general, no podría ser jamás. Y más curioso aun es el que haya consistido esta rivalidad en una guerra casi estrictamente literaria, con algunas interpolaciones plásticas. Mejor literatura al servicio de Primo de Rivera, peor al servicio de Franco, de lo cual se puede deducir lo escasamente efectiva que es la poesía cuando frente a ella se alza una realidad interesada y triunfante. Es también muy notable el que, en el mito de Jose Antonio, abunden los elementos eróticos, aunque no expresos, de los que carece en absoluto el del general Franco. Las mujeres que habían sido novias, amigas o simples aventuras de un día, de Primo de Rivera, pasaban como revestidas de un aura fascinante, pero no se señaló jamás mujer alguna que se hubiera relacionado amorosamente con el general. Éste en cambio, tuvo mejor fortuna filosófica. Su ‘caudillaje’ fue teorizado en términos de filosofía alemana, y no una sola vez. Pero tal genero de pensamiento y las afirmaciones que contenía, no alcanzaron nunca la popularidad”.
Durante la guerra e inmediatamente después, Torrente y el resto de los auténticos fieles al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera empezaron a distanciarse de una mayoría, encabezada por el propio Franco, que adoptaba la estética falangista, cogía las partes que les convenían de su ideario y los restos de su organización y acababan poniéndolo todo al servicio de sus propios intereses. Y a estos segundos se añadían los psicópatas y los delincuentes que nunca pierden ocasión de apuntarse a una orgía de sangre y a un festival de saqueo.
La conclusión del proceso la expresa Torrente así en el prólogo a una reedición de El golpe de Estado de Guadalupe Limón (1985):
“Un buen día, después de un entierro apoteósico, el general puso el pie encima de la tumba de José Antonio y dio a entender que el porvenir era suyo; pero, cosa digna de tener en cuenta, su mito se fue apagando conforme el de Primo de Rivera se alejaba. La conciencia popular del general que pudiera descubrirse y formularse en palabras unos años después, carecía de fuerza y abundaba en chistes; no era un mito. La realidad lo había destruido.
No se olvide que, por aquellos años, andaban por el mundo, operantes y vivos, varios mitos similares. En Europa, los de Hitler, Mussolini y Stalin, cada cual con su contenido, con sus especiales estructuras, pero, en apariencia, iguales. El de Franco, declinante, intento beneficiarse de alguno de ellos, ¿por metonimia grafica? La operación, sin embargo, no era fácil: ¿cómo aprovechar el aura de un hombre que, cada mañana, cansa una mujer y un caballo, cuando se es modelo de fidelidad conyugal y se juega al golf para no perder la línea?”
Tras aquellas dos visiones diferentes de las cosas, tras aquellas dos imágenes tan distintas, no deja de advertir, como siempre, Torrente, la existencia de esperanzas, de deseos, odios, rencores e intereses personales y grupales diferentes. Pero, por desgracia para los libros que Torrente escribió en los años cuarenta, mitificar y desmitificar eran ejercicios intelectuales que solo se pondrían de moda varías décadas después.5
*
Janet Pérez es una conocida hispanista que tuvo gran amistad con Torrente y publicó varios trabajos sobre él. En su artículo de 1989 “Fascist Models and Literary Subversion: Two Fictional Models of Postwar Spain”, hace un análisis de las novelas que después de la guerra publicó Rafael García Serrano, autor paradigmático del más feroz falangismo franquista, doctrinario y arrogante.
Janet Pérez intenta demostrar que los textos de Torrente en esa época, por el contrario, son auténticas críticas camufladas contra el régimen franquista. Llega a decir que nunca puso su pluma al servicio de la propaganda fascista, lo que es claramente falso. Sostiene que sus obras son como caballos de Troya colados a la censura con el vientre lleno de un ácido fuertemente corrosivo. Reconoce, eso sí, que el mensaje subversivo estaba tan maquillado que no se enteró la censura pero tampoco el público lector, o para ser exactos, el público que se abstuvo de leerlo.6
La tesis es atrevida, pero no es disparatada. Torrente insistió siempre en que sus obras literarias de los años cuarenta están escritas en clave crítica contra el régimen franquista, porque la ficción le permitía disfrazar su auténtico pensamiento mientras la prensa le obligaba a adoptar la hipocresía del amenazado.
En las primeras obras de este ciclo el método era constante: tomaba un relato clásico, en el que se encarnaban los valores sagrados de la época, y luego se dedicaba a ‘destripar el mito’. Mantenía la línea general del argumento pero cambiaba las circunstancias y motivaciones de los personajes, mostrando la cobardía, el rencor y el interés donde antes se había visto heroicidad e idealismo. Los valores del mito original coincidían con los que exaltaba el franquismo, pero el trasfondo que ponía de relieve Torrente tenía sobre ellos un efecto demoledor.
*
La primera versión de “Lope de Aguirre, el peregrino” apareció ya en 1940, en la revista Vértice. Es un relato de cuarenta páginas que le sirvió de ensayo para la obra teatral sobre el mismo tema que publicaría poco después. En pleno auge de escritos triunfalistas sobre los grandes mitos del Imperio Español, entre ellos los conquistadores de América, Torrente elige como héroe a un chiflado que se revolvió contra todos los poderes de su tiempo, fundó su propio imperio en medio de la selva y se proclamó a sí mismo Caudillo (sic.). Un caudillo absoluto de un pedazo de selva. Hoy es difícil de creer, pero se puede comprobar en las bibliotecas: la censura era tan corta de vista que el astuto ferrolano acertó a colarle párrafos de un calibre como este:
“Después se proclamó General de aquella tropa, Fuerte Caudillo de los Marañones, Ira de Dios y Príncipe de la Libertad, que todos estos títulos tenía. (Detrás de su figura gesticulante, pobre tipejo deforme y asimétrico en las piernas y en los ojos, reía el Diablo aparatosamente, y con los cuernos aguijaba las palabras del Caudillo, de mayor emoción cada minuto)”.7
*
Hay bastantes escritos, publicados e inéditos, en los que Torrente dio testimonio de su propio balance sobre el grupo intelectual, sinceramente falangista, en el que se había integrado desde se formación en 1937 hasta que asumió su derrota cinco años después.
Un folio inédito de 1942 hace constar su lejanía del rumbo que está tomando la cultura oficial a consecuencia de los hombres que la encarnan. Y ese distanciamiento que crece en su interior lo expresa con argumentos y ejemplos muy concretos:
“José Antonio hubiera hecho algo muy distinto de lo que hacen estos que dicen seguirle. Él pondría su admirable elegancia mental. Estos ponen solamente su limitación humana e intelectual, y, muchos, su resentimiento.
Creo que han perdido el contacto con la realidad, en la misma medida en que lo perdió el otro grupo —el de ‘Escorial’— contra el que arremeten en privado. Un soneto de Rosales está tan lejano del mundo presente como lo está el pensamiento de Aparicio”.8
*
Dos obras literarias en 1946 pusieron las cartas encima de la mesa, aunque disfrazadas para que no se enterase el enemigo: El retorno de Ulises y El golpe de Estado de Guadalupe Limón.
La primera se basa en el contraste entre la cruda realidad de un hombre y el fantástico mito que se ha formado sobre él. Durante la ausencia de Ulises va tejiendo Penélope un gigantesco retrato del héroe mientras Telémaco lo busca por los mares y los pretendientes esperan ansiosos el fin del plazo establecido para que uno de ellos ocupe el lecho de la reina y el trono del Ausente. Mientras tanto no deja de crecer la imagen mítica del astuto guerrero de las mil tretas.
Torrente sigue, en líneas generales, el relato homérico, pero todo lo demás es de su cosecha. Y su cosecha consiste, básicamente, en ir señalando una a una las miserias que se ocultan bajo las motivaciones declaradas por cada uno de los personajes.
Penélope llega a pensar que solo le queda la opción de aceptar a uno de los pretendientes; decide entonces recibirlo en el palacio tras ser atravesada por una espada y quemada en una hoguera; Korai, la tierna jovencita que la acompaña esperando a casarse con Telémaco y heredar el trono de Ítaca, la anima a que lo haga inmediatamente y se ofrece a traer ella misma la leña.
Los pretendientes intentan seducir al pueblo explicándole las ventajas que disfrutarían con ellos como nuevos gobernantes; el corifeo que representa a los siervos responde que no se molesten, que la fama del más grande de los héroes se ha extendido por todo el Mediterráneo y la isla recibe cada día una gran cantidad de visitantes, con lo que todos sus pobladores se dedican a la explotación del negocio turístico. Los pretendientes invocan entonces la voluntad de los dioses y el corifeo responde que todos están dispuestos a respetarla, pero dejando a Penélope que la interprete.
Eurímaco, uno de los pretendientes, pregunta al sacerdote de Zeus cómo es posible que pese a todo el dinero que le han dado, los favores que le han hecho y su gran cantidad de profecías favorables, el resultado haya sido desastroso. El sacerdote responde que contra la voluntad de los dioses ha surgido una peligrosa novedad que llaman democracia; los pueblos, hartos de los antiguos mitos, se han inventado otros nuevos, a los que usan como alcahuetes de su santa voluntad. El negocio ha cambiado de manos. Los creyentes han divinizado a Ulises, los sacerdotes de Apolo y Hera se han quedado sin clientela.
Anfimedonte, otro de los pretendientes, que presume de virtuoso y de próspero industrial, decide hacer un ejercicio de sinceridad, toma la palabra y dice: “Yo me siento humillado en mi dignidad, no porque el pueblo me haya retirado su confianza, sino porque la existencia de esa fama desmesurada va contra mis convicciones morales. En mi tierra, a los hombres como Ulises se les condena a muerte por peligrosos para la moral pública. No es tolerable que un ser humano disfrute de toda la gloria que los hombres puedan atribuir a un semejante, por el simple hecho de amar mujeres, matar gigantes y haber estado en el infierno, que no existe. Si Penélope me elige, me cuidaré de destruir la fama de mi antecesor, y cuidaré de que en lo sucesivo a nadie se glorifique en Ítaca, si no es a los trabajadores meritorios”.9
Cuándo Telémaco regresa por fin de sus cinco años viajando en busca del padre heroico, la madre lo recibe alabando su hermosa juventud, sus ojos resplandecientes, su fuerte musculatura… y como elogio supremo le dice que se parece a Ulises. Pero el hijo rechaza asqueado la comparación; está ya hasta las narices de su mítico padre. Se había embarcado a buscarlo venerando su memoria, aspirando a imitar su imagen, soñando con el encuentro. En su ruta marina halló mujeres enamoradas, gigantes ciegos, relatos sobre las múltiples hazañas del invencible Ulises. El universo no dejaba de cantar el nombre del Padre y, frente a él, cada vez se iba sintiendo más insignificante el hijo. Cuanto más indagaba en los relatos heroicos más claramente advertía que cada ideal proclamado ocultaba intereses concretos y deseos particulares. Cuanto más se esforzaba él en presentarse como Telémaco, más le elogiaban todos por ser el hijo de Ulises. Al conocer a Helena, ya liberada de Troya, se quedó, como todos, fascinado. Ella lo llevó enseguida al lecho y entre dulces caricias le explicó la verdad sobre el héroe: el truquito del caballo en Troya habría avergonzado a cualquier guerrero digno; los elogios de Calipso, Circe y Nausicaa solo intentaban justificar la ligereza con que se habían entregado a aquel cuentista; la heroicidad proclamada por Polifemo y los Titanes ocultaba la vergüenza de haber sido derrotados por un mequetrefe… nunca existió el mítico Ulises, sino solo un pobre hombre, astuto, sí, pero bastante ridículo.
Finalmente llega a Ítaca el verdadero Ulises y lo primero que ve es el gigantesco retrato que Penélope ha tejido de su imagen. No se lo puede creer; ¿qué tendrá que ver él con ese joven gallardo de aspecto imponente? Esos ojos febriles, esa mirada fiera, esa boca cargada de ironía… Cuando se muestra ante Penélope, ella, que espera a un héroe sobrehumano, no reconoce el rostro cansado, los ojos apagados, la voz sin matices… Un simple anciano sucio y andrajoso. El rendimiento del héroe en su primera noche conyugal tampoco contribuye al entusiasmo de la dama. Lo único que tiene intacto es el orgullo, sólo conserva del héroe la insaciable vanidad. Penélope se da cuenta de que la realidad no coincide con los sueños y Ulises, preocupado, le pregunta si dejaría de amarlo. Ella responde: “Eso, no. Pero sería un amor amargo y defraudado, como el de cualquier casada”.
El momento culminante de la obra está a la altura de toda la farsa que ha montado Torrente. El primer pretendiente fracasa al tensar el arco y decide renunciar a la mano de Penélope argumentando que ella no lo merece. El segundo ni lo intenta porque en su país, que es muy civilizado, tienen ya la ballesta para no hacer esfuerzos y sería indigno de él rebajarse por una mujer a manejar un primitivo arco. El tercero sí se pone a tensarlo y, tras fracasar tres veces, explica al público que en el fondo su alma es como la de Ulises y que frente a eso no tiene ninguna importancia el jueguecito del arco. Entra entonces en la sala el auténtico Ulises. Con pocas ganas de coger el arco empieza a contar batallitas, pero Telémaco le aclara que todos se las saben de memoria. Penélope se ofrece a sujetar sobre su cabeza la manzana que Ulises deberá atravesar con una flecha. El héroe coge el arco con escaso entusiasmo y dirigiéndose a la audiencia dice: “¡Soy un impostor”.
Ulises decide entonces jubilarse como héroe y, acompañado por Penélope, se retira a hacer vida campestre en casa de su suegro. Korai se coloca sobre la cabeza la manzana que ha recogido del suelo. Telémaco coge el arco de Ulises, pone en él una flecha, la dispara y atraviesa limpiamente la manzana. Korai, entusiasmada, le dice: “¡Verdaderamente, eres el hijo de Ulises!” El autor de la obra acota: “Telémaco queda estupefacto”.
*
Pero la farsa se transformó en una burla sangrienta contra la figura de Franco en la novela publicada también en 1946: El golpe de Estado de Guadalupe Limón. El fondo de su trama lo expresó claramente Torrente al reeditarla durante la Transición: “¿El mito de un hombre muerto es capaz de conducir una revolución al triunfo? ¿El mito de un hombre vivo puede vencer al que lo engendro y lo soporta? He aquí los temas, reducidos a fórmulas abstractas”.10 “En ella queda claro el cambio radical de mi mentalidad, la instauración y aceptación de una actitud crítica, nacida de mi propia experiencia, de mi propia vida, sin contaminaciones ideológicas o teóricas”.11
En una maniobra para despistar a los censores, Torrente sitúa la acción en la segunda década del siglo XIX y la ubica en un país sudamericano. Años después aclarará que la podría haberla ubicado en los Balcanes, o en cualquier otro lugar remoto e influido por la historia europea. Pero en aquel momento estaba impartiendo un curso sobre Historia americana, pasaba largas horas en la Biblioteca América de la universidad compostelana y tenía en la cabeza toda la literatura que le permitía disfrazar de latinos a los personajes alegóricos, folklóricos, carentes de realismo, a los que él mismo acabaría llamando “mis grotescos muñecos”.
José Antonio Primo de Rivera se convierte ahora en Carlos Clavijo, un brillante general —segunda maniobra de despiste—, carismático, joven, guapo y seductor, que ha muerto al frente de las tropas rebeldes apoyadas por el campesinado y por la República vecina.
Franco aparece convertido en el coronel Lizárraga, un militar obtuso, autoritario y vanidoso que es ascendido a general y a mando supremo del Ejército tras haber combatido y eliminado a Clavijo, que tenía ese mismo cargo. Hasta tal punto el nuevo dictador es un pelele en manos de su mujer, Rosalía Prados, que ella asiste a los consejos de ministros oculta tras una cortina y le va pasando a su marido notitas de papel para que sepa lo que debe decir en cada momento.
Toda la historia del enfrentamiento entre Clavijo y Lizárraga, la muerte del primero, la dictadura del segundo y la posterior organización de un golpe de Estado para derrocarlo a él también, está movida por el enfrentamiento entre Rosalía y Guadalupe Limón, una devoradora de hombres, descendiente directa del Virrey español, que supera a “La Generala” en juventud, belleza, estirpe, ingenio y riqueza. El desprecio de Guadalupe por Rosalía será tan grande como el odio con que la esposa del Caudillo perseguirá a su rival hasta la muerte.
Para despejar al lector cualquier duda sobre el género literario de la obra, el narrador introduce con frecuencia acotaciones irónicas en el relato, que él mismo califica de “opereta” y “vodevil”. En el prólogo a una de las reediciones aclara:
“Lo que sucede es que la historia no es bien conocida, en parte por esa manía de los historiadores, empeñados en que los grandes acontecimientos deriven de las grandes ideas y no de pequeñeces.
La muerte de Clavijo no fue el episodio culminante de la lucha entre la ciudad y el campo; ni siquiera fue la muerte con que un buen dramaturgo hubiera concluido el drama de su vida: mucho menos la que él mismo hubiera esperado.
Fue una muerte cocinada por Guadalupe y Rosalía, sin que, en el primer momento, ninguna de las dos pensase en las consecuencias históricas y literarias de su tiquismiquis”.
Torrente debía de sospechar que el libro no lo iban a leer con atención ni los censores, pues no se molestó apenas en disimular los paralelismos entre las luchas por el poder en el interior de la ficticia dictadura sudamericana y las que dejaron fuera de juego en 1942 a sus amigos falangistas, encumbrando a los fieles lacayos de Franco. Tras los discursos triunfales de los adictos al Régimen y los no menos hipócritas de los conspiradores contra él, se muestra abiertamente toda la trama de intrigas, vanidades heridas, intereses personales, deseos frustrados y ambiciones egocéntricas que mueven, en realidad, la historia.
Cuando Clavijo estaba en su apogeo como jefe militar de la República, había sido invitado por Rosalía, que le tenía echado el ojo, a una velada literaria en la que ella leería su novela Arminda, o la mujer entre dos hombres. Guadalupe decide presentarse en la lectura, argumentando que si lo hace es por puro patriotismo, para evitar que Clavijo caiga en manos de Rosalía, lo que sería un desastre nacional. Ella va a seducirlo para cumplir su deber, igual que un soldado va a la guerra. Y con un teatral desmayo consigue interrumpir la culta velada y abandonarla, antes de que finalice, acompañada a su casa por Clavijo. La relación entre ambos no pasa aquella noche de una conversación sincera, en la que el héroe confiesa la cobardía y las miserias que se ocultan detrás de su hazañas, como siempre. Pero esa charla nocturna, con la reputación que ella tiene, le permitirá más tarde a Guadalupe presentarse como amante del mítico desaparecido.
Cuando Rosalía envía su novela a Guadalupe ella responde con una nota burlona que aumenta el odio de Rosalía. Para dar salida a su frustración, decide entonces seducir al pobre Lizárraga y, aprovechando su envidia y rencor hacia Clavijo, guiarlo hasta que consigue eliminar al líder y ocupar su lugar.
La consecuencia será que Guadalupe organiza una conspiración para derrocar al nuevo dictador, tras lograr el apoyo de los agraviados por Lizárraga, que no son pocos:
— Un banquero que está viendo sus negocios perjudicados por la enemistad del Ministro de Hacienda y decide apoyar el golpe de Estado sin comprometerse más de la cuenta, por si acaso, y pasar a ocupar, en caso de éxito, personalmente ese Ministerio.
— Un brigadier siempre dispuesto a dar su apoyo a los que triunfen; rechaza prudentemente encabezar la rebelión como caudillo, pero se ofrece a Guadalupe como jefe de Gabinete después de que el golpe haya triunfado. Sus argumentos son transparentes: “¿Hay algo más incómodo que un jefe revolucionario? Es muy útil, sí, mientras la cosa consiste en andar a tiros por las calles, en echar discursos incendiarios y hasta en incendiar de veras. Pero cuando todo se ha resuelto, el caudillo pide y, por lo general, pide demasiado. Se cree el amo de la situación y quiere serlo de hecho. Ahí tiene el caso de Lizárraga.”
— Un profesor que detesta al gobierno por el poco caso que le ha hecho al proyecto de su vida, que es fundar y dirigir él mismo su propia universidad. No le importaría ser ministro de Instrucción si el golpe triunfase. Su opinión sobre Lizárraga tampoco deja lugar a dudas: “Es un hombre antiestético y casi analfabeto. Violento, apasionado, terco y retórico. Sobre todo, muy retórico. ¿Ha podido usted alguna vez aguantar sus discursos? Yo no los soporto. Me ponen malo. ¿Y su mujer? Dicen que es muy inteligente. Quizá sea así. Pero cuando uno la mira ve sólo sus grandes ojos apasionados, sin chispa de inteligencia”.
Con esa tropa cuenta Guadalupe para organizar su revolución. Las características del líder ideal las tiene perfectamente claras: “El jefe que yo busco no tiene que hacerme sombra, no debe pedir demasiado y, si es posible, debe morir oportunamente”. Para construirlo empieza por la mitificación de Clavijo, el más grande de los hombres, según ella lo describe:
“Vivió entre nosotros y no supimos estimarle: su medida no era la nuestra, y nosotros lo empequeñecimos. Fue menester su muerte para que comencemos a comprender. (…) Los que le conocían le temían, adivinaban su grandeza y por eso le odiaban. La primera de todos, Rosalía Prados, que estuvo enamorada de él y que le llevó a la muerte por despecho, pero amándole aún. Y después toda la gentecilla mediocre, como Lizárraga, que temblaba en su presencia, porque su presencia imponía y atemorizaba el corazón. Clavijo fue el único héroe, el auténtico héroe nacional.”
La campaña de mitificación se pone en marcha. El modelo de sombrero favorito de Clavijo se agota en las tiendas. Las flores que él solía tener sobre la mesa se ponen de moda. Los oficiales del ejército empiezan a ladear el bicornio como él lo ladeaba. Los periódicos dejan filtrar entre líneas referencias elogiosas al héroe asesinado. Las viejas litografías con su imagen reaparecen en las casas más humildes. Y los gauchos se preparan para el momento en que el nombre de Clavijo se grite como consigna para iniciar la venganza campesina contra el Régimen.
De la reunión que pone en marcha definitivamente el golpe de Estado se ofrecen en el texto dos versiones. En la primera abundan frases del estilo de la pronunciada por el capitán Mendoza, que casualmente se llama Ramiro, aunque no se apellide Ledesma: “¡Juventudes doradas y heroicas, que mañana os ofreceréis en holocausto a la sagrada libertad! Merced a vosotras, todavía un sol de justicia alumbrará la noble tierra de mis padres”.
En la segunda versión el narrador asegura que él se limita a transcribir lo que pasó en realidad. Hay un momento en que el brigadier Lizón toma la palabra y dice: “No cabe duda de que el recuerdo de Clavijo nos ha sido utilísimo en este tejemaneje. Gracias a él, la gente tiene una ilusión y nosotros un ambiente. El pueblo le dará frenéticos vivas, con lo cual, sin embargo, no se logrará resucitarlo…, afortunadamente”.
Pero la reunión termina mal. Guadalupe está completamente fascinada con el capitán Ramiro Mendoza, uno de los pocos hombres que no muestra el menor interés por sus encantos. Si ha organizado el golpe de Estado es sólo para ofrecerle a él que lo lidere, con ella de la mano, por supuesto. Pero choca con un obstáculo insólito: Ramiro Mendoza es un hombre puro, un auténtico idealista que quiere hacer la revolución para servir al pueblo, no por razones personales. Así que rechaza el ofrecimiento de ponerse al frente de las tropas y encima les dice a los conspiradores lo que todos saben y a ninguno se le ocurriría decir: “¿Piensa usted, señor brigadier, confesar que se ha metido en esto por considerarse postergado? ¿Y usted, Vélez, porque se aburría? ¿Y usted, coronel, porque no le han condecorado? ¿Piensa el señor Saavedra confesar sus motivos? ¿Piensa confesarlos el señor Piñeiro? ¡Y no quiero referirme, por cortesía, a la señorita Limón!”
En la gran escena final —el asalto al castillo en que resiste el dictador— el Caudillo se da cuenta de que sus ministros no le son tan fieles como aparentan y dice: “¡Yo soy el único poder de la República y les tengo a ustedes en mis manos, porque no saldrán de la fortaleza hasta que yo se lo permita! ¡Ya no hay ministros, ya no hay legalidad constitucional! ¡No hay más que mi voluntad omnímoda, y mi voluntad es que aquí no se mueva nadie y queden todos detenidos!”
Y cuando empieza la batalla, el Caudillo se asoma a una ventana que le resulta de gran utilidad, según explica el narrador:
“Le permitía representar sin riesgos el tercer acto de un melodrama de gran aparato y vocerío, acompañándose de gestos de fantoche.
— ¡Ea, soldados! ¡No desmayar! ¡El honor de la Patria está en vuestras manos! ¡Soldados de la Patria, adelante! ¡Fuego, fuego nutrido! ¡Atrás el enemigo! ¡Vuestro valor los espantará, bastará para vencerlos! ¡Ea, sus, que nadie desfallezca!
Nadie le escuchaba, nadie le hacía caso. Sus voces no llegaban a los soldados por la distancia y el estruendo. Y de sus compañeros de encierro ninguno estaba de humor para atenderlas.”
Son bastantes los estudios que se han dedicado al tema del mito en la obra de Torrente Ballester.12 Sigue existiendo, sin embargo, una extendida confusión sobre la forma inequívoca con que Torrente se dedicó a demoler los mitos franquistas (pero no los falangistas) ya en sus obras publicadas en los años cuarenta del siglo veinte.
Notas:
- Este texto se inscribe en el marco del proyecto I+D del MINECO, Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos de la cultura española del medio siglo (FFI2013-41203-P). ↩︎
- Cercas, J. (1994): “Torrente Ballester falangista: 1937-1942”. Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios (CIEL), Segunda época, 5(1), pp. 161-178. Gracia, J. (2004): La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona: Anagrama. Campos Cacho, S. (2009): “Gonzalo Torrente Ballester y su compromiso con la realidad”. Orbis tertius, 5, pp. 34-45. Gracia, D. (2015): “La generación de 1936”. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, LXVII(92), pp. 479-514. ↩︎
- Manuscrito inédito, citado con autorización de su propietaria, Marisa Torrente Malvido. ↩︎
- Lázaro, J. (2017): “La reconversión de los intelectuales falangistas a mediados del siglo: Gonzalo Torrente Ballester”. (En prensa). ↩︎
- Torrente Ballester, G. (1985): “Prólogo” en El golpe de Estado de Guadalupe Limón. Barcelona: Plaza y Janés. Torrente Ballester, G. (1986): “Introducción” en España. Nuestro siglo: texto, imágenes y sonido. Gobierno de Franco, 1939-1975. Barcelona: Plaza y Janes. Torrente Ballester, G. (1986): “Conciencia de España en mi obra literaria” en Visiones de España. Barcelona: Círculo de lectores. Torrente Ballester, G. (1987): “Diversas formas del mito en mi obra” en Cueto, J. et al. (Ed.): Mitos, folklore y literatura. Zaragoza: Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja. ↩︎
- Pérez, J. (1989): “Fascist Models and Literary Subversion: Two Fictional Modes of Postwar Spain”. South Central Review, Special Issue on Fascist Aesthetics, 6(2), pp. 73-87. Cfr. Janet Pérez (1989): “Text, Context and Subtext in Gonzalo Torrente’s Filomeno, a mi pesar”. Letras Peninsulares, 2(3), pp. 341-362. ↩︎
- Torrente Ballester, G. (1940): “Lope de Aguirre, el peregrino”. Reeditado en 1987: Ifigenia y otros cuentos. Barcelona: Destino. ↩︎
- Citado con autorización de su propietaria, Marisa Torrente Malvido. ↩︎
- Torrente Ballester, G. (1946): El retorno de Ulises. Reeditado en 1982: Teatro 2. Barcelona: Destino. ↩︎
- Torrente Ballester, G. (1985): “Prólogo” en El golpe de Estado de Guadalupe Limón. Barcelona: Plaza y Janés. ↩︎
- Torrente Ballester, G. (1977): “Introducción a El golpe de Estado de Guadalupe Limón” en Obra Completa 1. Barcelona: Destino. ↩︎
- Blackwell, F. H. (1985): The Game of Literature: Demythification and Parody in Novels of Gonzalo Torrente Ballester. Valencia: Albatros Ediciones Hispanofilia. Basanta, A. (2001): “Historia, mito y literatura en las novelas de G. Torrente Ballester” en Ponte Far, J. A. y Fernández Roca, J. A. (Eds.): Con Torrente en Ferrol… un poco después. La Coruña: Universidad de A Coruña, pp. 75-97. Lens Tuero, J. y Camacho Rojo, J. M. (2003): “El mito clásico en la obra de Gonzalo Torrente Ballester”. Florentia Iliberritana, 14, pp. 95-120. Tietz, M. (2013): “El golpe de Estado de Guadalupe Limón: ‘mi segundo fracaso narrativo’ y ‘mi primer tratamiento del ‘mito’ como tema poético’. La difícil integración del ‘mito’ en una ‘novela de amor’” en Rivero Iglesias, C. (Ed.): El realismo en Gonzalo Torrente Ballester: poder, religión y mito. Madrid-Frankfurt am Main: Iberoamericana-Vervuert, pp. 95-109. ↩︎