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José Lázaro

 “Lawrence Durrell”

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Por José Lázaro y Belén Illana

Publicado en Claves de Razón Práctica, N.º 256, enero-febrero de 2018, pp. 182-92.

Introducción 

En 1960, tras la aparición de Clea, libro final de El cuarteto de Alejandría, George Steiner publicó un artículo titulado “Lawrence Durrell y la novela barroca” en el que menciona la temprana polémica entre los críticos que consideraban al novelista como “un mero hilador de palabras y flameantes clichés (…) discípulo menor de Henry Miller” y los que veían en él un talento de primera clase y valoraban el Cuarteto como “la más vívida versión de la novela moderna desde Proust y Joyce”. Si esta segunda opinión resulta hoy algo exagerada, lo cierto es que Durrell ocupa en la historia de la literatura un lugar muy superior al de su inexplicablemente idolatrado Miller. Con razón ha escrito Aparicio Masdeu que el Cuarteto de Alejandría, con su belleza, su teatralidad, su sofisticada imaginería, sus equilibrios entre narrativa tradicional y fragmentación postvanguardista, sus largas reflexiones teóricas, su exotismo, su ardor al escarbar en la pasión amorosa y su inclinación —mitigada— a la grandilocuencia y al narcisismo, desde la perspectiva actual se puede considerar “una de las obras imperfectas más perfectas de la narrativa de la segunda mitad del veinte”. 

Las cuatro novelas de la serie, cumbre indiscutida de las que escribió su autor, intentan recrear literariamente la teoría de la relatividad, nada menos. Tres libros dedicados a relatar unos mismos hechos desde distintas perspectivas (los tres ejes espaciales) y el cuarto para añadirle la dimensión temporal que cierra  —hasta cierto punto— un fascinante relato de pasiones que se cruzan y van mostrando las posibilidades y limitaciones de la razón a la hora de penetrar en los abismos de la sensualidad. 

Justine 

Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: Quererla, sufrir o hacer literatura.  

Nuestra conversación estaba ya llena de sobreentendidos que considerábamos el feliz presagio de una simple amistad.  

Esa intimidad no debe ir más lejos, pues hemos agotado ya todas sus posibilidades en la imaginación y lo que terminaremos por descubrir, más allá de los colores sombríos de la sensualidad, es una amistad tan profunda que seremos esclavos uno del otro para siempre.  

Me parecieron ese magnífico animal bicéfalo que puede ser un matrimonio.  

Entre nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son naturales.  

Y se apretó contra mí como quien aprieta una magulladura. Era como si deseara borrarme hasta de su pensamiento y, sin embargo, en el frágil y tembloroso fondo de cada beso encontrara una especie de penoso alivio, como de agua fría sobre una torcedura.  

¡Hasta qué punto reconocía ahora en ella a la hija de la ciudad, que impone a sus mujeres la voluptuosidad del dolor y no del placer, condenándolas a perseguir a aquellos a quienes menos quisieran encontrar!  

Es inútil imaginar que uno se enamore por una correspondencia espiritual o intelectual; el amor es el incendio de dos almas empeñadas en crecer y manifestarse independientemente. Es como si algo explotara sin ruido en cada una de ellas.   

Ésos son los momentos que no pueden medirse, que no pueden expresarse con palabras; momentos que viven flotando en la memoria, como maravillosas criaturas, únicas en su género, que surgen a veces de las grandes fosas de algún océano inexplorado.  

Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes.  

Justine no buscaba la vida, sino una revelación integradora que pudiera darle sentido.  

Todos buscamos motivos racionales para creer en el absurdo.  

Las grandes religiones no hacen más que establecer una larga lista de prohibiciones. Pero las prohibiciones crean el deseo que pretenden curar.  

Cuesta mucho luchar contra el deseo del corazón; todo lo que quiere obtener, lo compra al precio del alma.  

Hace falta una inmensa ignorancia para acercarse a Dios. Me temo que yo siempre he sabido demasiado.  

Es curioso, pero en cierto modo pienso que nuestro amor salió ganando con la pérdida del objeto amado, como si los cuerpos se interpusieran en el camino del verdadero amor, de su auténtica realización.  

A medida que hablábamos nos íbamos acercando insensiblemente, hasta tomarnos de las manos o caer casi uno en brazos del otro; y no por esa sensualidad que suele afligir a los enamorados, sino como si esperáramos que el contacto físico pudiera aliviar el dolor de esa exploración de nuestras conciencias.  

No hay dolor comparable al de amar a una mujer que nos ofrece su cuerpo y, sin embargo, es incapaz de darnos su verdadero ser, porque no sabe dónde está.  

La culpa se apresura siempre hacia su complemento, el castigo, y sólo allí encuentra satisfacción.  

Una ciudad, lo mismo que una persona, colecciona sus predisposiciones, sus apetitos y sus temores.  

Entre muchos fracasos, cada cual escoge aquel que menos compromete su orgullo.  

Una persona, ¿es continuamente ella misma, o lo es una y otra vez de una manera consecutiva, a una velocidad tal que produce la ilusión de una estructura continua, como el parpadeo de las viejas películas mudas?  

Los actos me han parecido siempre mensajes, deseos del pasado que se proyecta hacia el futuro, que invitan a descubrirse a uno mismo.  

El amor es tanto más auténtico cuando nace de la simpatía y no del deseo, porque sólo así no deja heridas.  

Nos veíamos obligados a sustituir el amor por una ternura mental más sabia pero más cruel que, lejos de expurgar la soledad, la exacerbaba.  

Comprendí que ese tráfico estéril de ideas y sentimientos había abierto un camino hasta las selvas más densas del corazón, y que allí nos convertiríamos en siervos de la carne, dueños de un conocimiento enigmático que solo podía ser transmitido, recibido, descifrado, entendido, por los pocos seres que son nuestros complementarios en el mundo.  

Ahora que su cuerpo se disolvía, era como si los fundamentos de su vida interior, tanto tiempo bloqueados por las falsedades de una existencia mal vivida, hicieran reventar los diques e inundaran el primer plano de su conciencia.  

Nos servimos de los demás como si fueran hachas para talar a quienes realmente amamos.  

Balthazar 

Vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Nuestra visión de la realidad está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo, no por nuestra personalidad, como nos complacemos en creer. Por eso toda interpretación de la realidad se funda en una posición única. Dos pasos al este o al oeste, todo el cuadro cambia. 

La verdad, la verdad… no hay nada que, con el tiempo, se contradiga más. 

Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡qué empobrecida quedaría la imaginación del hombre!  

El egoísmo es una fortaleza en cuyo interior la conscience de soi-même, como un ácido, lo corroe todo. El verdadero placer está en dar, es indudable. 

¿Dónde puede refugiarse un hombre que piensa de verdad, en este mundo presuntamente real, si no se defiende de la estupidez mediante el ejercicio constante del equívoco?  

No hay nada más cruel a veces que la franqueza.  

¡La especie humana! Si no puedes gozar con el que tienes a mano, pues… cierra los ojos e imagina que estás con el que no has podido conseguir. ¿Quién sabe? Es perfectamente legal y secreto. ¡El matrimonio de las almas verdaderas!  

La lujuria pertenece al huevo y su asiento se halla por debajo del nivel de la psique.  

El amor es una planta exuberante y magnífica, pero en realidad inclasificable, que se marchita por caer, ya en el misticismo, ya en la pura lujuria.  

Mountolive 

Los amantes no pueden encontrar nada que decirse uno al otro que no se haya dicho y callado mil veces. Los besos se inventaron para traducir en heridas esas nadas.  

La enfermedad invita al desprecio. El enfermo lo sabe.  

Saber el idioma no era nada; porque Leila demostraba cuán vacío es el conocer al lado del comprender.  

Estaba aprendiendo las dos lecciones más importantes de la vida: hacer sinceramente el amor y reflexionar.  

Ninguna persona impura, borracho, loco o mujer, se considera elegible para pronunciar la llamada a la oración.  

En realidad, no les quedaba nada que decir y ella deseaba inconscientemente evitar la penosa repetición que acompaña a todo amor y que al final lo destruye.  

No se puede escribir más que una docena de cartas de amor sin encontrarse falto de tema. La más rica de las experiencias es también la más limitada en su campo de expresión. Las palabras matan el amor como matan todo lo demás. Leila ya había planeado trasladar su comunicación a otro plano más rico; pero Mountolive era todavía demasiado joven para saber aprovechar lo que ella podría ofrecerle: los tesoros de la imaginación. Tendría que darle tiempo a crecer.  

La obra del artista es la única relación satisfactoria que puede tener con la gente, puesto que busca sus verdaderos amigos entre los muertos y los que no han nacido. Por eso no se puede meter en política; no es su oficio. Él tiene que dedicarse a los valores, no a las maneras de obrar.  

Su única tarea es aprender a someterse a la desesperación.  

¿Qué puede tener la cultura cristiana en común con una musulmana o marxista? Nuestras premisas se oponen irremediablemente. (…) Y por mucho que amo lo que han logrado aquí no entiendo qué relación puede haber con un sistema educativo basado en el ábaco y una teología que san Agustín y Santo Tomás ya dejaron atrás.  

Sólo el placer da valor a la actividad.  

Él la miró estremecido y un poco aterrado, reconociendo en ella la perfecta sumisión del espíritu oriental — la absoluta sumisión femenina que es una de las fuerzas más poderosas del mundo.  

La pasión de sus abrazos nacía de la complicidad, de algo más profundo, más malvado que las tentaciones desordenadas de la carne o del espíritu. La había conquistado ofreciéndole una vida marital que era una ficción y que sin embargo estaba informada por un propósito capaz de llevarlos a ambos a la muerte. Esto era lo único que podía significar el sexo para ella ahora. ¡Qué estremecedora, sexualmente estremecedora, la expectación de su muerte…!  

Nessim alzó los ojos hacia ella y se quedaron un largo rato mirándose las mentes.  

¡Qué repugnante es que la gente ame sin consentimiento!  

Cuando uno está enamorado sabe que el amor es un mendigo, un mendigo desvergonzado; y las respuestas de la mera piedad humana pueden consolarlo cuando el amor falta, con un falso disfraz de imaginada felicidad.  

No, uno no debe entrometerse con un destino, por amargo que sea, introduciendo mentiras.  

Clea 

Volvían a rondarme viejos recuerdos, dulces y agradables los unos, los otros hoscos como antiguas cicatrices. Costras de antiguas emociones que pronto habrían de caer.  

El amor por naturaleza no admite la honestidad.  

¿Ninfa? ¿Diosa? ¿Vampiro? Sí, era todas aquellas cosas y a la vez ninguna. Como toda mujer, no era más que lo que la mente de un hombre (definamos al «hombre» como un poeta que conspira eternamente contra sí mismo), que la mente del hombre desea imaginar.  

Todos somos prisioneros de las radiaciones emocionales que emitimos los unos hacia los otros, tú mismo lo has dicho. Tal vez nuestro único mal sea el hecho de desear una verdad que no somos capaces de soportar, en vez de contentarnos con las ficciones de nosotros mismos que nos fabricamos.  

La más tierna, la más trágica de nuestras ilusiones es probablemente la de creer que nuestros actos pueden sumar o restar algo a la cantidad total de bien y de mal del universo.  

Nos abrazamos con una calma sonriente y grave; como si la copa del lenguaje se hubiese vertido silenciosamente en aquellos besos elocuentes que reemplazaban las palabras y compensaban el silencio, aquel silencio que era una forma nueva y más perfecta del pensamiento y del gesto.  

Así dejamos correr el tiempo, y así hubiéramos podido quedar, como figuras estáticas de un cuadro olvidado, saboreando sin prisa la dicha concedida a los seres destinados a gozarse mutuamente sin reservas ni autodesprecio, sin los premeditados ropajes del egoísmo, las limitaciones inventadas del amor humano.  

Los dos debemos de haberlo imaginado. De lo contrario no hubiese ocurrido jamás.  

Uno se dice que lo que tiene entre sus brazos es una mujer; pero si la contempla dormida advertirá que la criatura crece sin cesar: verá en el rostro amado, eternamente misterioso, el perfecto e inefable florecimiento de las células, repitiendo hasta el infinito el delicado promontorio de la nariz humana, una oreja copiada de una concha marina, cejas dibujadas como helechos, labios inventados por bivalvos durante su unión de sueño. Pero este crecimiento es humano, lleva un nombre que atraviesa el corazón, y que promete el sueño demente de una eternidad que el tiempo desvirtúa a cada instante.  

¿Qué es un acto humano sino una ilusión cuando dos interpretaciones distintas son igualmente válidas?  

La vida era la ficción; y todos intentábamos expresarla a través de diferentes lenguajes, de interpretaciones distintas, acordes con la naturaleza propia y el genio de cada uno.  

Palabra lenta tras palabra lenta, pronunciadas por una boca que se ha tornado nuestra por la tierna magulladura de besos interminables, nunca serán otra cosa que fotografías opacas y sin encanto de una realidad que nada tiene que ver con el reino de la verdadera poesía.  

Un día seguía a otro día en el calendario del deseo; las noches mostraban dulcemente su revés de sueño y volvían de las tinieblas para entregarnos una vez más a la maravillosa luminosidad del sol. Todo conspiraba para que el mundo tuviese la forma de nuestros deseos.  

Todos llevamos dentro de nosotros las semillas de los sucesos futuros. Están latentes en nosotros y maduran de acuerdo con las leyes que les impone su propia naturaleza.  

La historia todo lo sanciona, todo lo perdona, incluso aquello que nosotros mismos somos incapaces de perdonarnos.  

El amor más rico es aquel que se somete a los arbitrios del tiempo.  

Una sensación de plenitud en la que la única pregunta sin respuesta era la que evocaban todos los recuerdos que me suscitaba tu nombre.  

Y sentí que el universo entero me daba un impulso.  

Nota bibliográfica: 

La edición que hemos manejado del Cuarteto es la de Edhasa, muchas veces reeditada. La traducción es de Aurora Bernárdez (Justine y Balthazar), Santiago Ferrari (Mountolive) y Matilde Horne (Clea). Hemos cotejado las citas con la última edición inglesa revisada por Durrell (1962), que es posterior a la traducción española, y las hemos retocado en algún punto para adaptarla a los cambios introducidos por él y corregir algunos errores. 

El artículo de Steiner se encuentra en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 2013, pp. 339-348. El de Javier Aparicio Maydeu, “Justine, de Lawrence Durrell”, está en Letras Libres, n.º 73, octubre de 2007 (http://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/justine-lawrence-durrell

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