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José Lázaro

La banalidad del bien. Trastorno mental y trastorno moral

Artículos
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Publicado el 8 de septiembre de 2021

Resumen: El término “trastornos de la personalidad” ha venido a sustituir de forma aséptica al tradicional de “psicopatías”. Esta sustitución tiene diversas causas y consecuencias. Una de ellas es la supresión de las connotaciones morales de las que se había cargado el término tradicional tras su identificación con lo que, para Kurt Schneider, era tan solo uno de sus subtipos: el “psicópata desalmado”, carente de cualquier sensibilidad moral. Durante muchos años, en particular en el lenguaje cotidiano, se tendió a reducir los (actualmente llamados) “trastornos de la personalidad” con un tipo de personalidades asociales, frías y desalmadas, a las que caracterizaba la denominada “anestesia moral”. Este trabajo es una reflexión sobre esa trascendental identificación entre un trastorno mental y un aparente déficit moral.

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En el año 2006, Pérez Prieto, Hernández Viadel, Murcia García, Leal Cercos y Gómez-Beneyto revisaron la propuesta del concepto “Trastorno autodestructivo de la personalidad”, que se había planteado en un apéndice del DSM-III-R y fue posteriormente desechado. Al comentar aquella propuesta afirmaban:

“La razón de esta propuesta era que muchos clínicos lo consideraban una estructura de personalidad independiente, con cierta prevalencia y no representado en las clasificaciones psiquiátricas.

La propuesta supondría también un intento de reformular el viejo concepto de masoquismo” (Pérez Prieto et al., p. 70). Y al analizar el concepto más detenidamente, los autores del artículo escribían:

“Una gran parte de los psiquiatras pensaba que la existencia de este diagnóstico aumentaría la probabilidad de que las víctimas de violencia pudiesen ser vistas como individuos con psicopatología, incluso realzando ésta por encima de la del agresor, algo difícil de digerir desde una posición psiquiátrica humanista y por otro lado con un gran potencial de impacto social. Además, aunque sin contar con el suficiente respaldo epidemiológico, algunos trabajos sugieren que el trastorno puede ser bastante más frecuente en las mujeres, lo que podría favorecer una estigmatización de las que sufren un maltrato.” (Pérez Prieto et al., pp. 72-73).

La lectura de estas afirmaciones plantea de entrada un problema semántico. ¿Qué quieren decir exactamente estas dos frases?

La psiquiatría está inmersa en un continuo proceso de debate sobre la definición y clasificación de los trastornos mentales. Este debate es mucho más complejo que en otras especialidades médicas (pues las enfermedades mentales suelen tener dimensiones más variadas y complejas que las enfermedades orgánicas) y por eso cada nueva clasificación reformula los trastornos de la anterior, suprime algunos de los anteriormente incluidos e introduce otros nuevos.

Pero este proceso se complica y se confunde en la medida en que el plano de lo que es se mezcla con el plano de lo que pensamos que debe ser. Es decir, en la medida en que el problema epistemológico de conocer los trastornos mentales que existen en la realidad se superpone con el problema de valorar con un criterio ético las realidades que estamos conociendo. O, dicho de otra manera, en la medida en que nos deslizamos, inadvertidamente, del plano de la enfermedad mental al plano de la enfermedad moral.

Y este problema parece ser particularmente acuciante en el campo de los trastornos de la personalidad.

Releamos una de las frases inicialmente citadas:

“Una gran parte de los psiquiatras pensaba que la existencia de este diagnóstico [“trastorno autodestructivo de la personalidad”] aumentaría la probabilidad de que las víctimas de violencia pudiesen ser vistas como individuos con psicopatología, incluso realzando ésta por encima de la del agresor, algo difícil de digerir desde una posición psiquiátrica humanista y por otro lado con un gran potencial de impacto social”.

Este reparo de tipo ético que formula la “posición psiquiátrica humanista” viene a advertirnos que si se admite la existencia del “trastorno autodestructivo de la personalidad”, éste puede ser usado para culpabilizar injustamente a las víctimas de la violencia. Pero esta advertencia ética ¿ha de tener algún peso a la hora de tomar la decisión científica de afirmar o negar la existencia del hipotético trastorno en la realidad clínica?

La siguiente frase plantea exactamente el mismo problema: “Además, aunque sin contar con el suficiente respaldo epidemiológico, algunos trabajos sugieren que el trastorno puede ser bastante más frecuente en las mujeres, lo que podría favorecer una estigmatización de las que sufren un maltrato”.

El que un trastorno sea más frecuente en mujeres y el que ese dato epidemiológico pueda ser injustamente empleado para estigmatizar a las mujeres maltratadas es un grave problema ético que debe ser cuidadosamente analizado y denunciado en cuanto se compruebe. Pero ¿es un argumento a tener en cuenta a la hora de discutir si ese hipotético trastorno tiene o no tiene existencia en la realidad clínica? El que la palabra “oligofrénico” sea empleada como insulto por algunos desaprensivos ¿es un argumento válido para cuestionar la existencia de las oligofrenias?

Está muy claro que, si nos lo preguntan abiertamente, todos responderemos que los criterios morales son un asunto personal que no debe influir en la definición de las enfermedades mentales. Pero si echamos un vistazo a múltiples ejemplos históricos y actuales, podemos sospechar que la claridad de esa distinción teórica es en la práctica bastante tenebrosa.

Se pueden recordar algunos ejemplos que resultan clarificadores:

El libro de Tissot, L’Onanisme, Dissertation sur les maladies produites par la masturbation, publicado por primera vez en latín (Lausana, 1758), traducido al francés dos años después y a la mayor parte de las lenguas cultas enseguida, influyó profundamente en el pensamiento médico de la época. (Perdiguero Gil y González de Pablo, 1990).

Tissot sostenía que los excesos sexuales en general (y la masturbación en especial) provocan una larga serie de trastornos físicos y mentales. Entre los primeros especifica que la pérdida de semen ocasiona debilidad, consunción, deterioro de la vista, trastornos digestivos e impotencia.

Eran particularmente graves las consecuencias sobre el sistema nervioso, debido a que el acto sexual provoca “el aumento del riego [en el cerebro] que explica cómo estos excesos producen locura: el mayor volumen de sangre dilata y deblita los nervios, que resisten peor las impresiones, y desfallecen.”

“Los masturbadores se veían afectados por todos los trastornos propios del cerebro: melancolía, catalepsia, imbecilidad, pérdida de los sentidos, debilidad del sistema nervioso y numerosas afecciones similares”.

Tissot aporta ocho razones por las que la masturbación es más perniciosa incluso que el coito, entre ellas “la vergüenza y el espantoso remordimiento” que produce la masturbación “cuando la enfermedad muestra ante los ojos del transgresor sus delitos y peligros”.

Esta frase la firma un médico, no un sacerdote. Pero es que en casos como éste, el rol de médico y el de sacerdote se confunden porque, como escribió Edward H. Hare al estudiar la historia conceptual de la locura masturbatoria: El “flagrante delito” de la masturbación reduce a las víctimas a un estado “que provoca, justamente, más desprecio que compasión entre sus conciudadanos”; y la condena a la enfermedad en este mundo no supone sino el preludio al castigo del fuego eterno en el otro. (Hare, pp. 277-78).

Estas teorías del doctor Tissot nos ofrecen un caso extremo de deslizamiento desde una hipotética enfermedad física y mental a una execrable enfermedad moral cuyas consecuencias psicológicas en muchos adolescentes de aquella época, a través de los “remordimientos de conciencia”, parece que fueron bastante más reales que imaginarias.

No escasean los ejemplos históricos de desplazamiento entre enfermedad mental y enfermedad moral en otro orden de valores distinto del sexual. Los siguientes están tomados del libro de Reznek (1987).

En 1792 Benjamin Rush proclamó el descubrimiento de la enfermedad que haría que algunos seres humanos tengan la piel negra. Este trastorno (de altísima prevalencia, como es sabido, en el continente africano) fue denominado por él “Negritud” y concebido como “una forma moderada de lepra congénita cuyo síntoma fundamental es la oscuridad de la piel”. Como argumento de peso a favor de la existencia de la negritud, Benjamin Rush presentó un caso de curación espontánea. Se trataba de un esclavo negro llamado Henry Moss que presentaba zonas cutáneas de despigmentación. Lo que cualquier dermatólogo actual reconocería inmediatamente como un caso de vitíligo fue conceptualizado como una curación espontánea de la penosa enfermedad que Rush denominó “negritud”.

En el mismo tipo de población (en concreto, los esclavos negros de las plantaciones sureñas en los Estados Unidos) describió el doctor Samuel Cartwright dos trastornos inquietantes. Su descripción la publicó en “Report on the diseases and physical peculiarities of the Negro race” (1851).

El primero era la “drapetomanía”, enfermedad que se diagnosticaba por un síntoma patognomónico: la tendencia de los esclavos negros a huir de las plantaciones a las que pertenecían.

La segunda enfermedad que describió Cartwright, frecuentemente observada en esclavos que no habían padecido drapetomanía, era la “Disestesia Etiopsis”: un cuadro que se manifestaba por la tendencia de los esclavos a romper, malgastar y destrozar los objetos que se les entregaban para su trabajo, e incluso la ropa que se les proporcionaba, sin mostrar el más mínimo respeto por los derechos de propiedad”. (Reznek, p. 17).

Tal como afirma un profesional de la Ética bien conocido, Fernando Savater: “La tendencia a convertir en enfermos a los que se comportan de manera excéntrica, vituperable o peligrosa, según el particular criterio de quien decide en cada caso, es una tradición bien documentada desde comienzos de nuestra época moderna y racionalista.”

Si pasamos ahora del plano de los ejemplos clínicos al de los conceptos nosológicos nos encontramos con un autor (J. W. Prichard) que describe en 1835 el concepto de Moral Insanity en su obra Treatise on Insanity. Este concepto de Prichard tuvo una gran repercusión y fue discutido y refinado durante muchos años.

Prichard oponía la Moral Insanity a la Intellectual Insanity.  La concebía como un trastorno mental que consiste en una perversión mórbida (morbid perversion) de los sentimientos, afectos y acciones, sin que existan ilusiones ni convicciones erróneas (delirios) que influyan sobre el entendimiento. Suele coexistir con unas facultades intelectuales intactas. Muchas veces el individuo muestra un carácter singular, caprichoso y extravagante. Suele haber antecedentes psiquiátricos familiares y también personales. Algunas de sus formas se caracterizan por una tendencia colérica y sentimientos maliciosos que aparecen sin ninguna causa exterior que los provoque. Hay casos con una clara propensión al robo.

Escribe Prichard: “There is reason to believe that this species of insanity has been the real source of moral phenomena of an anomalous and unusual kind, and of certain perversions of natural inclination which excite the greatest disgust and abhorrence…” (Cit. en: Hunter y Macalpine, p. 841).

En esta concepción que presenta Prichard de la Moral Insanity hay un claro deslizamiento desde lo que es descripción neutra de una condición patológica hacia lo que es una valoración condenatoria de unas conductas que se consideran moral y socialmente depravadas. Se pasa claramente de la descripción del trastorno mental a la valoración del trastorno moral.

Pero este fenómeno de deslizamiento de la descripción psicopatológica a la valoración moral no es exclusivo de autores de los siglos XVIII y XIX, sino que parece también manifestarse en un autor que, ya en el siglo XX, es referencia obligada en el campo de los trastornos de la personalidad:

Kurt Schneider. Su definición de los “psicópatas desalmados” es la siguiente: “Personalidades anormales, que se caracterizan por el embotamiento afectivo, sobre todo (pero no de un modo exclusivo) frente a los otros hombres. Son individuos carentes de compasión, de vergüenza, de pundonor, de arrepentimiento, de conciencia moral; en su modo de ser, muchas veces hoscos, fríos, gruñones; en sus actos, asociales, brutales.”

Entre los antecedentes de su concepto citados por Kurt Schneider se encuentran:

Moral insanity

Locura moral

Estupidez moral

Imbecilidad, idiocia u oligofrenia moral

Complejo sintomático anético

Anestesia moral

El último de todos estos términos, por ejemplo, se define, así:

Anestesia moral: “El anestésico moral conoce perfectamente las leyes morales; las ve, pero no las siente y, por eso, tampoco subordina a ellas su conducta.” (F. Scholz, citado por K. Schneider).

Román Alberca Lorente, uno de los primeros Catedráticos de Psiquiatría que hubo en España, al analizar este concepto de “personalidades psicopáticas” señala que Schneider era consciente del problema que estamos aquí rastreando:

“En cuanto a lo moral, es evidente, como indica Schneider, que a menudo aparecen trazos éticamente negativos, pero él no les ha dado una significación especial porque los conceptos valorativos son, a su juicio, variables e insuficientes; se limita a apuntar que aquí, como en la histeria, se han ido deslizando las cosas hacia el plano moral un poco sin motivo. Es decir…, el concepto de enfermedad supuso, en más de un momento, un juicio de valor, y eso saca las orejas de vez en cuando; y acaso tiene razón Petrilowitsch cuando sugiere que la vulgarización del problema ha facilitado su interpretación valorativa.” (Alberca, p. 7)

¿Realmente “se han ido deslizando las cosas hacia el plano moral un poco sin motivo”? ¿O, a la vista de los ejemplos aquí revisados (y de muchos otros que se podrían añadir) deberemos pensar que los psicopatólogos se han deslizado muchas veces sin frenos por el plano inclinado de la confusión entre lo real y lo moral?

Se podría hacer un pequeño experimento: coger un fragmento de un texto y aislar en él las palabras que designan lo que es moralmente condenable:

Deshonestidad.

Irresponsabilidad.

Engaño.

Ausencia de remordimientos.

Desprecio a los derechos de los demás.

Manipulación.

Imprudencia.

Agresividad.

Todos estos términos no proceden de un página en un tratado moral. Se encuentran en la descripción que da el DSM-IV-TR del “Trastorno antisocial de la personalidad”.

Hay un último aspecto de todo este asunto que es importante mencionar. Hasta aquí se ha visto lo difícil que es conocer la realidad (en este caso, la realidad del enfermar mental) sin que ese conocimiento sea condicionado por los sesgos resultantes de los valores éticos propios del sujeto que intenta conocerla. Y sin embargo, el conocimiento adecuado de los trastornos mentales supone distinguir lo que son datos psicopatológicos y lo que son valoraciones morales. Asunto particularmente delicado en el caso de los trastornos de la personalidad. Y particularmente confuso porque, al igual que hay partidarios de la concepción dimensional (y no categorial) de los trastornos mentales, hay también estudiosos de la ética que están convencidos de que los límites entre el bien y el mal no son nítidos sino difusos y progresivos a lo largo de un eje continuo.

Como es sabido, el debate sobre los trastornos de personalidad ha tenido siempre uno de sus focos en la cuestión de si esos trastornos son gradualmente comprensibles a partir de los tipos de personalidad consideradas normales o si existe un abismo entre ambas categorías. El propio Kurt Schneider señaló los puntos de contacto entre sus psicópatas y algunos personajes que todos conocemos en la vida cotidiana:

“A menudo, los desalmados no criminales dan rendimientos asombrosos en puestos de toda clase. Son aquellas naturalezas aceradas, que ‘andan sobre cadáveres’, y cuyos fines no necesitan ser egoístas, sino que pueden responder también a ideales. Kretschmer los ha descrito plásticamente, entre sus formas esquizoides. En tales casos, la inteligencia es, sin duda, buena; a menudo, sobresaliente.” (Schneider, 1923, p. 173).

Pero si nos a alejamos del ámbito de la psicopatología y nos dirigimos al de la pura ética, nos encontramos con testimonios muy claros de un problema análogo.

La filósofa Hannah Arendt dedicó el libro Eichman en Jerusalén a una crónica reflexiva sobre el proceso en el que el gran criminal nazi fue juzgado y condenado. Le puso como subtítulo al libro “La banalidad del mal”. Y es que lo que más le sorprendió fue comprobar que, a lo largo del proceso, los que esperaban encontrar a un monstruoso psicópata descubrieron a un modesto funcionario que se dedicaba a exterminar rutinariamente judíos tal como establecían las ordenanzas del Régimen del que él y muchos de sus conciudadanos formaban parte de forma acrítica. Escribió Hannah Arendt:

“Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nuremberg—, que en realidad merece la calificación de hostis humani generis, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.”

Hay obras posteriores, como Becoming Evil, de James Waller, que se dedican a analizar los mecanismos de psicología social mediante los cuales personas consideradas normales pueden, en situaciones de crisis catastróficas como son, por ejemplo, las guerras civiles, entregarse sin ninguna dificultad a las mayores atrocidades.

Todo esto son sólo algunos ejemplos para mostrar que el complejo debate conceptual sobre los trastornos de personalidad no va a resolverse, desde luego, a través de los análisis que nos ofrecen la historia, la ética filosófica o la psicología social. Pero quizá estas disciplinas no sean completamente estériles a la hora de señalar algunas de las complejidades que la psicopatología, si quiere ser algo más que una descripción endeble y superficial, debería considerar como parte de los problemas a tener en cuenta. Y entre esos problemas está sin duda el del conocimiento científico de los trastornos de la personalidad que implica un cuidadoso deslinde de lo que es conocer la realidad de un trastorno mental y los que es aplicar los valores éticos personales o sociales para juzgar un trastorno moral.

Referencias:

Alberca Lorente, R. (1959). Prefacio a Schneider K.: Las personalidades psicopáticas. Madrid: Morata, 9.ª ed.

Arend, H. (1963). La banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 1999.

Cartwright, S. (1851). Report on the diseases and physical peculiarities of the Negro race. New Orleans Medical and Surgical Journal, 7 May.

Hare, E. H. (2002). “Locura masturbatoria: historia de una idea”, en: El origen de las enfermedades mentales. Madrid: Triacastela: 275-321.

Hunter, R. y Macalpine, I. (eds.) (1964). Three Hundred Years of Psychiatry. London: Oxford University Press.

Reznek, L. (1987). The nature of disease. London and New York: Routledge & Kegan Paul.

Perdiguero Gil, E. y González De Pablo, A. (1990). “Los valores morales de la higiene. El concepto de onanismo como enfermedad según Tissot y su tardía penetración en España”. Dynamis. Acta Hispanica ad Medicinae Scientiarumque Historiam Illustrandam. 10, 131-162.

Pérez Prieto, J. F., Hernández Viadel, M., Murcia García, L., Leal Cercos, C. y Gómez-Beneyto, M. (2006). “Validez del trastorno autodestructivo de la personalidad DSM-III-R”, Archivos de Psiquiatría. 69(1), 69-80.

Schneider K. (1923). Las personalidades psicopáticas. Madrid: Morata, 9.ª ed, 1959.

Tissot, S.A. (1785). L’Onanisme, Dissertation sur les maladies produites par la masturbation, 8.ª ed. , Lausana: F. Grasset.

Waller, J. (2002). Becoming Evil, How Ordinary People Commit Genocide and Mass Killing, New York: Oxford University Press.

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