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José Lázaro

Entrevista de José Belmonte a José Lázaro en el 60.º aniversario de la publicación de “Tiempo de silencio”

Diálogos

Por José Belmonte Serrano

Publicado en Zenda, 18 de julio de 2022

Esta pasada primavera se han cumplido sesenta años de la publicación de Tiempo de silencio, la genial novela del malogrado Luis Martín-Santos que no deja impasible a nadie (ni la novela ni el escritor). La obra tiene, casi a partes iguales, tantos entusiastas como detractores, entre los que se cuentan ciertos colegas de la narrativa española actual que aseguran que nunca han podido pasar de las diez o veinte primeras páginas, por mucho empeño que pusieran en ello. Ahora que acaban de reeditar Tiempo de destrucción, en una espléndida edición de Mauricio Jalón en Galaxia Gutenberg, el nombre del escritor guipuzcoano, nacido en Larache (Marruecos) —al final va a resultar cierto aquello de que los vascos nacen donde quieren—, sale nuevamente a la luz y nos preguntamos por su misteriosa vida y, sobre todo, por su obra, de las que nos da cuenta su biógrafo, José Lázaro.

José Belmonte Serrano: Sesenta años después de su publicación, ¿qué queda de Tiempo de silencio, qué es lo que sigue siendo actual por lo que merezca la pena leer la novela? 

José Lázaro: Hay acuerdo en que se ha convertido en un clásico. Pero hay clásicos que se leen por obligación y otros, además, se leen por placer. Pienso que Tiempo de silencio pertenece al segundo grupo, y eso probablemente no se debe al argumento, pero sí a la forma en que este refleja la España de la época, a la reflexión sobre el fracaso al que aquella sociedad condena a un joven investigador idealista y, sobre todo, a la técnica con que está construido el libro, al estilo, el lenguaje, ese lenguaje a la vez hermoso y brillante con el que Martín-Santos estaba dotado y que atrapa al lector y le permite deslizarse por el texto como por un suave tobogán.

JBS: Desde 2009, fecha en la que usted publica Vidas y muertes de Luis Martín Santos (Premio Comillas de Ensayo), ¿qué novedades han surgido sobre la vida (y muerte) y la obra de Martín-Santos que no aparezcan reflejadas en su libro?

JL: Yo diría que las novedades realmente importantes son las que no han surgido pero parece que están en vías de surgir: la publicación de los textos inéditos que Martín-Santos escribió antes de Tiempo de silencio. En 2020 se publicó El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg) en edición de Mauricio Jalón. Son breves textos que solo conocíamos por referencias, escritos entre 1948 y 1951, unos por Martín-Santos y otros por Benet, de común acuerdo. Se trata de pequeños ejercicios literarios de aprendizaje en la época en que Martín-Santos hacía en Madrid sus estudios de especialista en psiquiatría y la tesis doctoral. Mucho más interés tienen otros inéditos escritos entre esa época y Tiempo de silencio, que él dio a leer en vida a varios amigos. Su hijo Luis relató ya en mi libro: «En el archivo familiar conservamos varios manuscritos inéditos, que han sido mencionados en algunos de los trabajos publicados sobre mi padre. Tenemos pendiente la conclusión de su estudio, por lo que todavía no hemos tomado una decisión sobre la eventual conveniencia de publicarlos. Entre ellos destacan los manuscritos de las novelas El vientre hinchado y El saco, tres obras de teatro completas y los borradores de algunas conferencias» (p. 305). Las que yo he podido leer (las tres obras de teatro y El vientre hinchado) son literariamente muy inferiores a Tiempo de silencio, pero muy superiores a El amanecer podrido, como es lógico, porque son los eslabones que a lo largo de una década llevan desde aquellos esbozos juveniles a la novela que le consagró. Su contenido es muy interesante para entender las preocupaciones e intereses de su autor; por ejemplo, en todas ellas hay conflictos provocados por la atracción que una mujer ejerce sobre varios hombres. Con ocasión de esta entrevista, Luis Martín-Santos Laffon me confirma que la familia continúa con el proceso de estudio y valoración de los inéditos y la documentación adicional para decidir si publican todo o parte. Todavía no hay fecha prevista para ello.

Por otra parte, no he seguido de forma sistemática la nueva bibliografía académica sobre Martín-Santos, pues no he vuelto a investigar sobre el tema, pero de vez en cuando tengo noticias de nuevas publicaciones, como el libro de Miquel Bota The Contestation of Patriarchy in Luis Martín-Santos’ Work, (Palgrave Macmillan; 2020). También en Galaxia Gutenberg, el mismo Mauricio Jalón ha publicado una nueva versión del manuscrito incompleto Tiempo de destrucción, preparado con criterios diferentes de los que Mainer empleó en la primera edición. Por mi parte, junto a múltiples artículos de prensa o divulgación que me pidieron tras la publicación de mi libro, la única aportación original posterior a este fue el artículo «El realismo dialéctico de Luis Martín-Santos» (Cuadernos Hispanoamericanos, (748), octubre de 2012, 25-36), en el que se analiza un inédito suyo dividido en dos partes: “Psicología de la creación literaria” y “Las funciones de la literatura”. Se trata de una exposición sistemática (en 22 folios) de su estética general y de sus planteamientos literarios, que él mismo denominó “realismo dialéctico”. Es la única exposición que conozco de su manera de entender la literatura en su época de madurez.

JBS: Por cierto, y disculpe mi curiosidad, ¿cuándo y por qué comenzó su afición por la obra de Luis Martín-Santos?

JL: La mayor parte de mi trabajo de investigación académica trataba sobre cuestiones históricas y teóricas de la medicina, la psiquiatría y el psicoanálisis. Dentro de aquella línea, la revista History of Psychiatry me pidió una revisión sobre el concepto de delirio en los psiquiatras españoles de los siglos XIX y XX. Revisé, entre otros muchos, los artículos de Martín-Santos sobre el tema, que me parecieron de una extraordinaria claridad y calidad. Fue entonces cuando leí por primera vez Tiempo de silencio, que confirmó mi excelente impresión de su autor. Algún tiempo después llegó a mis manos una tesis doctoral de Pedro Gorrotxategi sobre la vida de Martín-Santos publicada por la Kutxa de San Sebastián. Me quedé asombrado por el interés de la historia que allí se contaba, pero convencido de que requería otra forma de contarla. Así que decidí escribir una segunda biografía como se hacen estas cosas: estudiando las mismas fuentes que había manejado el anterior autor, sacando de ellas información que no aparecía en su libro, ampliando la investigación a otras fuentes y testimonios que él no había considerado y citándole cuando algún dato importante que él había recogido ya no era accesible (por ejemplo, testimonios de personas que habían fallecido en los años transcurridos entre ambos trabajos).

JBS: A propósito de su libro, supongo que se divertiría mucho en la fase de elaboración, pero a la hora de seleccionar el material y organizarlo en una obra le daría más de un quebradero de cabeza…

JL: La verdad es que no, el placer fue muy grande desde el principio hasta el final (que, por cierto, no se parece en nada a lo que podría haber imaginado cuando empecé). El material y la forma de narrarlo (con una técnica narrativa bastante novelesca, pero sin una sola gota de ficción) fueron tomando forma con una fluidez en la que yo tenía la sensación de dejarme arrastrar. Es algo que muchos escritores han contado pero que no se puede imaginar hasta que se experimenta: cuando un libro realmente funciona es cuando empieza a sorprenderte, cuando aparece una idea o una página que te hace preguntarte: «Pero esto que acabo de escribir, ¿de dónde ha salido?».

JBS: Dígame qué entrevistados, entre los que figuran  muchos conocidos e ilustres de la cultura española del siglo XX,  le aportaron la información más sorprendente y novedosa…

JL: El testimonio más potente es, por supuesto, el de Josefa Rezola, la mujer con la que él pensaba casarse cuando tuvo el accidente que acabó con su vida. Ocupa todo el capítulo final del libro y repasa, a la vez que modifica, desde un punto de vista único y privilegiado, toda la trayectoria biográfica que los seis capítulos anteriores habían ido construyendo con fragmentos de múltiples orígenes. Esa excepcional mujer añade informaciones esenciales y pone varios puntos sobre las íes. También me fascinaron los testimonios de su amigo Antton Eceiza, director de cine, y de la entrañable María Jesús Goikoetxea, la cocinera de la familia, que se convirtió en el gran apoyo afectivo de los niños cuando quedaron doblemente huérfanos. Pero otros muchos testigos aportaron datos e informaciones de gran interés.

JBS: Hasta ese año, hasta 2009, fecha en la que usted concluye con sus largas investigaciones, poco se había escrito sobre la vida de Martín-Santos, como si su obra, especialmente Tiempo de silencio, hubiera devorado su existencia, que todos, ingenuamente, creíamos un tanto anodina.

JL: Más que anodina yo diría que desconocida. Hay que tener en cuenta que menos de un año antes del accidente en que él murió había fallecido también su mujer, Rocío Laffon, intoxicada por gas en el caserón en que estaba con su marido. La hija mayor tenía ocho años. Los tres niños quedaron bajo la custodia de su abuelo, un general muy preocupado por la reputación de la familia. Empezó para ellos un largo silencio mientras que por San Sebastián y por el mundillo literario circulaban rumores sobre su padre, en algunos casos bastante truculentos. Para sus hijos, años después, fue largo y doloroso reconstruir la historia completa de su padre. Todavía lo sería más hacerla pública.

JBS: No sé si me equivoco, pero da la impresión, por lo que usted cuenta en esas páginas, que estamos ante un personaje de gran inteligencia, dotado para la medicina y la literatura, pero, al mismo tiempo, ante un tipo un tanto soberbio, en exceso exigente y perfeccionista.

JL: No encontré a nadie que lo hubiese conocido y lo considerase una persona normal. Algunos le tenían una intensa antipatía, pero la mayoría lo consideraba fascinante. A mí la descripción que mejor me cuadra es la que me dio el director de cine Mario Camus: «Si quieres saber cómo era Luis coge unas cuantas páginas de Tiempo de silencio y de Tiempo de destrucción: era así. Hablaba así. Pero sobre todo, lo fundamental para comprender sus novelas (y para comprenderle a él mismo) es no olvidar que Luis jugaba siempre, se reía siempre. Lo único que hacía continuamente era divertirse, por eso era tan divertido estar con él».

JBS: No me resisto a preguntarle sobre ese casual encuentro, casi de película, que usted plasma en su obra, entre Martín-Santos y uno de los más conocidos torturadores del franquismo, el comisario Melitón Manzanas.

JL: La escena que me contó Antton Eceiza es la siguiente: «Un día que íbamos los dos por la avenida de San Sebastián nos encontramos con que en la terraza de uno de los cafés estaba sentado Melitón Manzanas, el policía torturador al que años después mató ETA. Luis se paró a mirarlo. Lo conocía bien, porque ya le había detenido varias veces. De repente me dice: «Te lo voy a presentar». Yo me quedé helado. «Pero, ¿qué dices, chalado? Vámonos de aquí». Luis se acercó a la mesa de Manzanas y señalándome va y dice: «Le quiero presentar a mi amigo Antton Eceiza, director de cine». Y mirando después hacia mí lo señala a él y dice con voz bien clara: «Aquí Melitón Manzanas, esbirro». No sé cuál de los dos se quedó más pasmado. Creo que llegué a decirle al comisario «mucho gusto, señor», antes de salir pitando. Años después yo he comentado a otros amigos que en una ocasión le di la mano a Manzanas, pero se la di en condición de esbirro. Yo creo que Luis a veces utilizaba su privilegio de clase, pero era por joder, por meterle el dedo en el ojo al tío que despreciaba. Imagínate si va un obrero o un minero asturiano y le dice a Manzanas: «Aquí un esbirro». ¡La hostia que se lleva! Para eso tienes que ser el hijo del general. Yo supongo que después Manzanas llamaría a su padre y le diría: «Mire, mi general, que es que el chico de usted…». Luis jugaba, quizá por resarcimiento de su situación privilegiada de hijo de los vencedores. Pero siempre lo reconocía, en eso también era honrado: «Naturalmente, yo sé que si no soy yo, de la hostia que me pega no me recupero en varios meses».

JBS: ¿Qué me dice de las críticas negativas a Tiempo de silencio por parte de supuestos amigos y colegas, como Juan Benet y Francisco Umbral?

JL: Son dos casos que no tienen nada que ver. Benet sí fue para él un gran amigo y un alter ego en todo el período de aprendizaje literario, cuando eran ambos estudiantes en Madrid. Esa amistad se mantuvo toda la vida, pese al bache que supuso en 1962 la opinión negativa de Benet sobre Tiempo de silencio. Ambos estaban convencidos de compartir un mismo ideal literario y, al leer ese primer libro, Benet sufrió un fuerte desengaño. El argumento era demasiado costumbrista para su gusto (“una novela con fondo de verbena y vida de pensión, y una puñalada: es costumbrismo puro, a lo Mesonero Romanos”, escribió con crueldad). Y la forma, como tantas veces se ha repetido, es muy joyceana; pero Benet, que soñaba con escribir como Faulkner, detestaba a Joyce. Pese a este desencuentro, pienso que la fiel amistad entre ellos fue muy enriquecedora para los dos. El caso de Umbral es todo lo contrario. Cuando murió Martín-Santos, Umbral aún no había publicado su primer libro, e ignoro si tuvieron algún contacto personal, pero me parece improbable. Su despectiva opinión sobre Tiempo de silencio no tiene la menor consistencia ni relevancia. Es una de tantas patochadas resentidas que iba soltando sobre cualquier escritor que le despertara antipatía o envidia.

JBS: El haber sido hijo de una familia distinguida, cuyo padre llegó a general del ejército de Franco, ¿convirtió a Martín-Santos en un personaje protegido, intocable, a pesar de sus estancias en la cárcel?

JL: Hasta cierto punto sí, como él mismo le contó a Eceiza en la escena antes reproducida. Pero esa protección tenía sus límites, incluso geográficos. Cuando estaba detenido en la Dirección General de Seguridad su padre se presentó allí vestido de uniforme y, con mucha delicadeza, lo pusieron en la calle. Estuvo tres veces en la cárcel, y el daño que eso le hizo a su carrera profesional fue importante, como se vio en las oposiciones a las que se presentó esposado y custodiado por dos guardias civiles y en las que, naturalmente, le suspendieron. Era una protección limitada y relativa.

JBS: ¿Con qué pasaje de Tiempo de silencio se queda usted? Me refiero a ese pasaje que usted incorporaría a una selecta antología de la narrativa española y, acaso, europea, del siglo XX.

JL: Me siento incapaz de elegir uno, hay muchos que son admirables. Pero me parece interesante darle la vuelta a la pregunta: ¿Con qué pasaje no me quedaría? Pues con el primero, las diez páginas que abren el libro. Ya en el primer informe de lectura que hizo Castellet cuando el original llegó a la editorial en 1961 decía: “Factores positivos: inteligencia, gracia, amenidad (pasadas las primeras páginas), originalidad. Es una obra muy interesante. Factores negativos: crea cierta confusión al principio y algunas prolijidades”. Este primer diagnóstico es exacto. Siempre que alguien me ha dicho que no pudo soportar la novela, generalmente reconoció que no había pasado de esas diez primeras páginas. Es como si Martín-Santos hubiera colocado al lector una empinada escalera de entrada tras la cual hay un tobogán por el que te deslizas suavemente. Esto conviene advertírselo a los que se dispongan a leer la novela por primera vez: suspender el juicio al menos hasta llegar a la página veinte.

JBS: ¿Qué tiene de especial Tiempo de silencio para que haya superado los rigores del tiempo frente a novelas, tan selectas y soberbias, como La colmena o El Jarama, que apenas cuentan con lectores hoy en día?

JL: No estoy seguro de que Tiempo de silencio se lea más que La colmena o El Jarama. En cualquier caso, pienso que las razones de su vigencia están en lo que respondí a la primera pregunta: su brillante técnica literaria y su hermoso lenguaje, a través de los cuales logra dar una imagen profunda de la España castrante en los años cincuenta. A esto habría que añadir que el libro incorpora a la literatura española, con cuarenta años de retraso, una nueva forma de escribir, la propia del siglo veinte, que en inglés habían iniciado autores como su admirado Joyce.

JBS: ¿Qué opina usted de la versión cinematográfica de Tiempo de silencio? ¿Salvaría algo de la película de Vicente Aranda?

JL: Recuerdo que en un programa de TV en que proyectaban la película acompañada de un coloquio, Vicente Aranda declaró, para mi sorpresa, que Tiempo de silencio tenía fama de ser una novela sin argumento, pero que él había encontrado el argumento y se había limitado a filmarlo. Con eso está todo dicho. Tenemos el caso contrario en la adaptación teatral que el director Rafael Sánchez presentó en La Abadía en el año 2018. Reprodujo con gran habilidad los mecanismos técnicos de la novela y, además, incorporó a la representación, en la mayor medida posible, el lenguaje original de la obra. Me pareció una adaptación excelente.

JBS: Juguemos, si le parece, a las hipótesis. De haber vivido treinta o cuarenta años más, ¿qué cree que hubiera sido de Martín-Santos y hasta dónde hubiera podido llegar con su literatura?

JL: Se han hecho muchas especulaciones sobre eso, incluso sobre su eventual protagonismo político como dirigente del PSOE en la Transición. Son simples ejercicios de biografía-ficción. Lo que sabemos es que en el momento de su muerte estaba entusiasmado por su relación con Pepa Rezola, desengañado de la política e inmerso en un proyecto literario mucho más ambicioso y complejo que Tiempo de silencio, el que se publicó de forma póstuma como Tiempo de destrucción. Da la impresión de que, comparando ese nuevo libro con Tiempo de silencio, quería dar un salto comparable al que Joyce dio desde el Retrato de un artista adolescente al Ulises. Pero ese work in progress quedó incompleto, solo llegó a escribir la primera parte y fragmentos de las demás. Cuando murió aún no tenía clara la forma definitiva del libro, dudaba incluso de si acabaría siendo un libro o varios. Su lectura es tan fascinante como frustrante: es una sinfonía incompleta que nos hace añorar lo que habría llegado a ser si hubiera sido completada. Y lo que hubiera venido después si su autor hubiese vivido ochenta años, en lugar de morir a los treinta y nueve. Es imposible imaginarlo, pero es seguro que habría sido algo grandioso.

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