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José Lázaro

Dolor y goce en la creatividad

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Publicado en Alejandra de Argos, 15 de agosto de 2022

Son muchos los creadores que, a lo largo de la historia, han creído ver en la salud y en el sentimiento de plenitud el origen de la creatividad, o al menos uno de sus requisitos. Pero tampoco son pocos los que encuentran en el sufrimiento y en la enfermedad el mejor estímulo para sus creaciones. Unos parecen seguir el consejo de instruir deleitando (o de crear deleitándose). Otros parecen confirmar el dicho “la letra con sangre entra” (en este caso, la obra son sangre sale).

No todos los autores de una obra teórica o artística se adscriben a una de estas dos opiniones contrapuestas sobre las circunstancias personales y, en particular, los estados anímicos que estimularían su creatividad, y hay muchos que incluso rechazan el planteamiento del problema en estos términos. Pero sí pueden identificarse dos grupos claramente confrontables:

Por un lado estarían los que consideran que el estado de bienestar y de satisfacción es el ideal para poder entregarse al pensamiento y a la creación artística. Esta postura puede parecer la más obvia, pues coincide con la idea general de que la cultura es un lujo al que sólo puede entregarse el que ya tiene resueltas las más básicas necesidades (sociales, económicas y psicológicas). Sin embargo, la cantidad de voces que se alzan contra este planteamiento obliga a preguntarse si es realmente mayoritario entre los creadores.

Desde la actitud opuesta se mantiene que el malestar, la miseria y la angustia son los mejores alimentos de la creatividad. La felicidad es improductiva, puesto que nada necesita; la desdicha, en cambio, sería un continuo acicate para la acción creadora, desde esta perspectiva. La obra serviría como instrumento para expulsar al exterior el infortunio, gracias a la capacidad de expresarlo creativamente. En el mejor de los casos, esta expresión intelectual o estética de la desdicha permitiría superarla, convirtiéndose la manifestación del infortunio en un camino hacia el bienestar.

En el artículo titulado “Duelo o placer de la escritura” (El País, 8-7-1986), el novelista Antonio Muñoz Molina discutió ambas actitudes. Recodaba, por un lado, las hermosas palabras con que Cervantes describía la condiciones ideales para la creación artística: “El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y de contento”. Por otro lado, Muñoz Molina recogía la idea de la creación literaria como fruto del sufrimiento, del esfuerzo por huir de la desesperación (y ya no como regalo de las dulces musas). Inclinándose hacia el bando de los que piensan que los actos humanos están más condicionados por las circunstancias históricas que por las peculiaridades del carácter personal, Muñoz Molina consideraba que estas dos actitudes serían propias de diferentes épocas: “Desde Flaubert, tal vez desde Baudelaire, el ejercicio de la literatura, que antes era un don de la pereza, busca impúdicamente los prestigios del sufrimiento y aun de la maldición, lo cual, si bien se mira, es una extravagancia reciente: entre los antiguos, que admiraron a Sófocles porque vivió 90 años y nunca dejó de ser feliz, la figura de Eurípides, hombre huraño y desdichado y cercado por el fracaso, nunca fue emblema del artista, sino misteriosa excepción”.

La alegre risa del creador

La primera actitud podría ilustrarse con la concepción nietzscheana de la creación. La creatividad del hombre superior es, para este filósofo, una forma de danza, una forma de risa, una forma de juego. El creador es el mejor representante de la “gran salud”: un ser de pies ligeros, de corazón alegre, de espíritu libre. Plenamente convencido de que “todas las cosas buenas ríen”, el hombre superior es capaz de reír creativamente, pues sus obras teóricas o sus obras de arte no son más que la elaboración de esa risa con la que expresa su afirmación del mundo; una afirmación que incluye el placer y el dolor, la alegría y la desdicha: por eso precisamente es una afirmación trágica. Para el creador nietzscheano, la obra es el producto de la afirmación incondicional de la vida, afirmación que le invade, que le rebosa por los ojos y las manos; afirmación entendida como deseo de permanencia, como deseo de eternidad.

La antítesis del creador es, para Nietzsche, el sacerdote: el representante máximo de lo sucio, de lo bajo y de lo enfermo, del resentimiento triunfante sobre las pulsiones, del llanto y rechinar de dientes, del corazón pesado, los pies pesados, de lo triste, de lo rígido y lo estéril. Pero, bajo este arquetipo sacerdotal habría que situar también a todos los creadores que se nutren de la neurosis, de la angustia, del dolor; a todos los que para producir requieren la enfermedad. Desde la gran salud nietzscheana se constata con desprecio que “el dolor hace cacarear a las gallinas y a los poetas”.

Esta estimulante concepción de la creatividad, ofrecida por algunos de los textos teóricos de Nietzsche, parece quedar ya cuestionada por la propia historia personal de su autor: rechazado por sus colegas de la universidad y por las mujeres como Lou Salomé, solitario y enfermo, aislado en pensiones campestres, escribiendo libros que no encontraban lectores, orgulloso e incomprendido, condenado finalmente al manicomio, Nietzsche no parece estar precisamente dotado de una gran salud. Y aunque los argumentos ad hominem se suelen considerar sospechosos, lo cierto es que su vida parece desmentir su alegre canto. A menos que se entienda que, como las obras demuestran, las circunstancias personales externas no lograron dañar la energía de su risa, la potente danza de su pensamiento, la gran salud de su espíritu.

El malestar de los artistas

El planteamiento opuesto tiene muchos partidarios. Para ellos, la creatividad no es otra cosa que la piedra filosofal capaz de convertir el sufrimiento en oro. El arte sería un encuentro feliz entre la angustia y la facultad de expresarla bellamente. Se elevaría a la categoría de autor quien, disponiendo del sufrimiento que produce la dificultad de vivir, fuese capaz de hacer con él algo valioso. En este sentido, la neurosis sería el mejor recurso de un espíritu fértil, pues, como Borges le hizo decir a un poeta, “mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia”.

Han sido muchos los artistas que han encontrado una relación de causa-efecto entre la desgracia y la creación. “Las ideas son los sucedáneos de los pesares”, afirmaba Marcel Proust. Y Franz Schubert decía que “el dolor agudiza el espíritu y hace el alma más fuerte”. Ahora bien, es evidente que el dolor solo puede tener un efecto tonificante si su naturaleza, su intensidad y la personalidad del que lo sufre dan como resultado una respuesta fructífera y no un hundimiento estéril. Puede entonces plantearse. la oposición entre un dolor que fortalece y otro que esteriliza. Algunos piensan que es cuestión de grados: el dolor moderado nos estimularía, mientras que el excesivo nos paralizaría; así lo ha formulado Emile Cioran: “los grandes desastres no dan nada, ni en el terreno literario ni en el religioso. Sólo las desgracias a medias son fecundas, porque pueden ser, porque son un punto de partida, mientras que un infierno demasiado perfecto es casi tan estéril como el paraíso”.

Una vez establecida la idea de que el sufrimiento es la fuente de la creatividad, sus partidarios más coherentes comenzaron a sacar conclusiones. Si el malestar es productivo, todo lo que contribuye al bienestar ha de tener, probablemente, efectos secundarios esterilizantes. Por eso, cuando al pintor Edward Munch le recomendó un amigo que intentara librarse de los conflictos que le torturaban, no dudó en responder: “Me pertenecen a mí y a mi arte. Forman parte de mí; si los eliminase, dañaría mi obra. Deseo conservar estos sufrimientos”. Y también el poeta Rainer María Rilke tuvo que responder a una invitación de este tipo: la ya citada Lou Andreas Salomé, entusiasmada con la obra de Freud, le recomendó a Rilke que iniciase un psicoanálisis para destruir los demonios que le atormentaban; Con suspicacia comparable a la de Munch, Rilke rechazó el consejo argumentando que si el psicoanálisis era capaz de acabar con sus demonios, sería capaz también de destruir a sus ángeles. Sólo hubiese hecho falta un paso más para que los psicoterapeutas empezasen a recibir la visita de escritores sin ideas, pintores declinantes o músicos en crisis, que habiendo observado un claro alivio de sus molestias neuróticas, una mejoría de su estado de ánimo y un empobrecimiento de su obra, demandasen un urgente antídoto contra la curación.

Hubo también autores que llegaron a invertir el razonamiento, afirmando que si el dolor y la angustia son los estímulos de la productividad, es lógico pensar que el placer y la satisfacción sean un obstáculo para la labor intelectual o artística. Borges, por ejemplo, recuerda que “mejorando hasta la perfección una frase divulgada por Boswell, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad”. Si la felicidad es un obstáculo para el estudio de la metafísica también el simple placer puede resultar fatal para quien tiene que enfrentarse a la creación literaria. Algunos han llegado a esbozar una aritmética de los placeres y las creaciones según la cual un placer más es una creación menos. Sólo así puede entenderse, aunque no se tome en serio, la declaración de Balzac: “cada mujer con la que uno se acuesta es una novela que no escribirá”.

En esta línea, aunque con otro tipo de argumentación, se situaría la opinión de Freud: el artista sería inicialmente un frustrado próximo a la neurosis. Como todo hombre insatisfecho, se refugiaría en fantasías compensatorias de sus deseos irrealizados. Lo que le permitiría salir de la frustración sería su capacidad de expresar las fantasías, de hacerlas comunicables mediante una acertada elaboración formal. Gracias a ese talento, la secreta imaginación de un introvertido llegaría a convertirse en obras de arte, capaces de proporcionar placer a otros y, como consecuencia, capaces de proporcionar a su autor el éxito y con él los medios de gratificar sus deseos. Se cerraría así felizmente el doloroso círculo puesto en marcha por la insatisfacción.

Este planteamiento freudiano podría dar paso a la idea de que en el pasado del artista habría un ser (muchas veces un niño) rechazado y aislado por lo demás, o que al menos tendría la sensación de estarlo. La psicogénesis de la creación artística estaría vinculada a la necesidad de superar ese estado de soledad, de amargura y de carencia afectiva: en él se endurecería el carácter y se afilaría la inteligencia, el espíritu y la productividad. El sufrimiento del marginado le llevaría a desarrollar las cualidades con las que logrará, finalmente, el reconocimiento de los otros, el reencuentro y la reconciliación con los otros, la satisfacción a través de los otros. Pero de esta curiosa teoría parece volver a deducirse que el triunfo de un creador traería como consecuencia el fin de su creatividad, que el éxito sería esencialmente castrante. Y, aunque hay casos que confirman esta idea, son numerosos los que la desmienten.

Crear a pesar de los males y no gracias a ellos

En una conferencia impartida en el Círculo de Bellas Artes madrileño el día 15 de octubre de 1987, el célebre novelista inglés Julian Barnes realizó una dura crítica de cuantos opinan que el sufrimiento, la enfermedad y el vicio pueden ser el origen de la creación artística, haciendo una reivindicación de la salud del artista frente a las habituales apologías del “malditismo”.

Recordaba Barnes que Flaubert coleccionó durante años recortes de periódicos, citas de artículos o libros y materiales análogos que le servían de documentación. Una de las carpetas en que archivaba sus materiales llevaba como título “La estupidez de los críticos”.

Entre los textos conservados en esa carpeta, Barnes encontró uno sobre George Sand que le parece, efectivamente, “una de las críticas más estúpidas que jamás haya tenido el gusto de leer”. En ella se intenta explicar la hostilidad de la escritora a la familia y a las normas tradicionales de su sociedad a partir del hecho de que “George Sand fuma cigarrillos todo el día, y George Sand ¡es una mujer!”. Comenta Barnes que “los cigarrillos de George Sand puede que hayan sido responsables de muchas cosas, desde un olor desagradable en el salón hasta el cáncer que la mató. Pero, en lo que tiene que ver con sus opiniones, el funcionamiento de la causa y el efecto es exactamente el inverso del que el crítico suponía. Fueron sus opiniones sobre los derechos de la mujer las que la llevaron a fumar, y no el fumar lo que configuró sus opiniones”.

La crítica de Barnes apunta, de este modo, a todos los intentos de buscar el origen de la creatividad artística en factores (más o menos patológicos) ajenos al talento y al esfuerzo del artista: “En una época, los médicos y los filósofos solían buscar la ubicación del alma en los órganos: en el corazón, en la glándula pituitaria, o donde fuera. Hoy día tendemos a situar el genio en la enfermedad”.

“Lo que ataco, o por lo menos aquello sobre lo que soy un escéptico, es este enfoque reduccionista, la idea de que la vida de un escritor o de un pintor puede explicarse en términos de un mal, de un fallo, de una neurosis, de un episodio traumático sexual en la infancia o de que se fumen cigarrillos. Es una tendencia que, además, ha ido creciendo en el siglo veinte, en parte, sospecho, debido a la influencia del psicoanálisis”.

Barnes se queja de que, habiendo publicado (por entonces) cuatro novelas, había tenido que conceder varios cientos de entrevistas, lo que le lleva a interrogarse por la razón de tantas preguntas. “Tal vez los entrevistadores buscan esa fuente secreta de dolor que sería lo que lo explicase todo. Pero yo no les puedo ayudar, yo no creo que haya nada que explicar, por lo menos creo que mi obra se explica mejor en términos de mi propia obra”.

Entre los múltiples ejemplos con que Barnes apoya su postura, recoge una pregunta que le fue planteada a Gabriel García Márquez acerca de si el alarde de imaginación y fantasía que se encuentra en sus libros procede en parte de estimulantes farmacológicos. Barnes reconoce el derecho de García Márquez a señalar al entrevistador la puerta de la calle, pero se alegra de que, en lugar de hacerlo, le diese esta respuesta: “Los malos lectores me preguntan si yo me drogo cuando escribo mi obra; pero eso muestra que no saben nada ni de literatura ni de drogas. Para ser un buen escritor hay que estar totalmente lúcido en cada momento y además gozar de buena salud”.

Tras refutar, con argumentos históricos y lógicos, la teoría de que el estilo del Grego procedería de su hipotético astigmatismo, Barnes formula su tesis en términos rotundos: “Yo no estoy diciendo que ningún pintor haya padecido nunca una enfermedad de la vista, ni digo que los escritores jamás fumen, beban alcohol, se droguen, padezcan enfermedades o sean neuróticos. Lo que sí digo es que trabajan a pesar de todo ello, y no debido a ello. En nuestro siglo casi hemos hecho ortodoxia el que el artista sea neurótico, enfermo o desequilibrado psicológicamente. Por supuesto que hay escritores y artistas que son paranoicos, pero en general los buenos escritores y los buenos pintores dependen de su capacidad de trabajar muy duramente, de su concentración y de una revisión constante hasta conseguir una cierta perfección. Y estas son cosas que a su vez dependen de la buena salud y de una mente limpia”.

La creación independiente del ánimo del creador

Hay, por tanto, una gran diversidad de opiniones, reflejo de experiencias personales muy distintas, e incluso opuestas. No parece fácil encontrar un punto de referencia externo que permita confirmar o refutar unas u otras. Algunos defienden seriamente la idea de que la enfermedad, la miseria y la angustia, que convierten la existencia de los mediocres en un puro tormento, son en cambio, para los espíritus creativos, el estímulo y el instrumento esencial de su genio. Otros sostienen en cambio que, tanto para un artista como para un modesto funcionario, el malestar es tan solo obstáculo y un lastre para la vida laboral o personal.

Queda la opción de rechazar el planteamiento del problema y criticar la alternativa en que se mueven las opiniones revisadas. Podría, al menos en muchos casos, haber independencia entre la labor artística y el estado corporal o anímico de su autor.

Reconocer un carácter autónomo a la creación llevaría a pensar que las obras de arte (o las construcciones especulativas) no pueden ser reducidas a los azares naturales de la biología, a los trastornos del cuerpo o a los humores del alma. Pero también cabe ver en su génesis una expresión total del artista que, a través de asombrosos —y misteriosos— mecanismos mentales es capaz de transformar lo que ocurre en el fondo de su organismo —y de su mente— es un objeto de valor intelectual o estético. Esa alternativa es tan real que de ella han derivado dos formas opuestas de entender la estética: la formalista y la psicobiográfica. Ninguna de las dos es despreciable y ambas han producido, en manos de distintos críticos, interpretaciones brillantes o auténticas sandeces.

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