Publicado en El Mundo, 10 de mayo de 2023
En un artículo con mucha más sustancia de la habitual en las colaboraciones periodísticas, Ignacio Quintanilla abre un tema de tal envergadura que, lógicamente, no puede hacer más que abrirlo: la inexistencia de una auténtica deliberación sobre el aborto. Vale la pena recoger su guante e intentar dar un primer paso en esa deliberación, una vez que él nos ha invitado a entrar en ella.
Quintanilla afirma que ante el problema del aborto no bastan los hechos (científicamente objetivables), sino que es inevitable recurrir a cuestiones filosóficas inciertas, como el modelo de ser humano que consideramos válido. Totalmente de acuerdo. Pero, a continuación, comete Quintanilla un desliz terminológico: asegura que no hay en nuestra sociedad un debate real sobre el aborto, por lo difícil que resulta admitir que se pueda discrepar con honradez e inteligencia de nuestras convicciones fundamentales. El desliz está en que la imposibilidad de cuestionar nuestras propias convicciones y valorar las ajenas es precisamente lo que define un debate, que es una estéril confrontación de ideologías (o creencias), a diferencia de una deliberación, que es un fértil intercambio de ideas. Debatir viene del verbo latino debatture (batir, sacudir) del que también proceden abatir o combatir. Debates sobre el aborto los padecemos continuamente; casi todo lo que se dice y se escribe sobre el asunto es un repetitivo y tedioso debate. Lo que no hay sobre él es deliberación.
El resto de su texto lo dedica Quintanilla a explicar en qué consiste una auténtica deliberación: reconocer la eventual nobleza de nuestros adversarios e incluso la posibilidad de que tengan razón, sabiendo que tener razón no es un estado que se alcanza sino un logro provisional por la que hay que luchar continuamente; fomentar -y no boicotear- el diálogo con nuestros disidentes; reconocer que los presupuestos filosóficos de cada uno no son universalizables; distinguir un conflicto de valores de un enfrentamiento entre la verdad y el error; no dar por supuesta la mala fe del contrario.
Hasta aquí llega el razonable planteamiento de Quintanilla, que se puede aplicar a cualquier conflicto serio de valores en una sociedad libre. Lo difícil empieza donde su artículo termina: al aplicar la deliberación a la cuestión concreta del aborto. Porque ese delicadísimo tema supone dos preguntas previas de pronóstico reservado:
1. ¿Cuándo un embrión o una cría de la especie biológica Homo sapiens se convierte en un ser humano?
2. ¿En qué casos es admisible, e incluso deseable, matar a un ser humano?
Conviene empezar por la segunda: si el cristianismo establece el mandamiento de no matarás, la historia nos enseña que ningún pueblo lo lleva a la práctica (y siempre con excepciones) hasta un momento muy tardío del proceso civilizatorio: el que legisló (solo en algunos países) la abolición de la pena de muerte. En el mundo antiguo, tras conquistar una ciudad se pasaba a cuchillo a todos sus habitantes (al menos hasta el momento en que se inventó la humanitaria institución de la esclavitud). Decidirse a conquistarla solo requería que tuviese bienes deseables y una fuerza inferior a la de quienes los deseaban. El mundo moderno está lleno de dilemas éticos sobre el tema. ¿Cuántos españoles consideraron execrable, en su fuero interno, el atentado contra Carrero Blanco? ¿Cuántos condenaron, en su intimidad, al Señor X por haber organizado un grupo de pistoleros para liquidar a los pistoleros de ETA? San Agustín escribió que el homicidio solo es pecado a veces, pues le está permitido a los soldados y a los verdugos. Y, por supuesto, a los jefes de los soldados y de los verdugos. De hecho, las posibilidades de matar a quien convenga solo dependen del poder real que tenga el que decide hacerlo. Un ejemplar demócrata progresista como Obama ordenó la ejecución extrajudicial de Bin Laden sin provocar masivas condenas morales. ¿No matarás? Depende. Depende, entre otras muchas cosas, de que puedas hacerlo impunemente. Por razones de Estado, desde luego.
La primera cuestión tampoco es facilita: ¿cuándo empieza una vida humana? ¿En el momento de la concepción? ¿A las 15 semanas, tres días, nueve horas y 17 minutos de embarazo? ¿En el momento del nacimiento? ¿O quizá 24 horas después, como establecía hasta el 2011 el Código Civil para la personalidad jurídica? A los que no tenemos hilo directo con la voluntad divina, el tema nos abre interminables deliberaciones y cada respuesta puede ser refutada por reducción al absurdo. Si en un embrión hay un ser humano en potencia, también lo hay en una mujer joven que mira con deseo a un hombre de su misma edad: en esa mirada empezaría a existir el nasciturus. Y si definimos al ser humano como animal racional, teniendo en cuenta que el Catecismo nos informa de que el uso de razón se adquiere a los siete años, deberíamos obedecer a la Iglesia Católica y autorizar el aborto hasta la edad de seis… Lo cierto es que no hay posibilidad alguna de encontrar un criterio científico para determinar el punto exacto en que la vida biológica se transforma en vida humana, pues se trata de un proceso evolutivo continuo en el que establecer el punto de corte antes o después depende de la opción teórica que elijamos para definir el ser humano. Y, en función de sus creencias, sus convicciones filosóficas y sus valores personales, es como cada mujer puede elegir, en una sociedad libre, si quiere o no seguir adelante con su embarazo. Siempre, por supuesto, desde el más escrupuloso respeto al derecho que tienen las no abortistas de no abortar. Y viceversa.
Quintanilla tiene razón en que no es posible desarrollar una auténtica deliberación social sobre estas dos cuestiones por una razón fundamental (aunque él no la formule así, ni le guste, seguramente, mi formulación): porque no se puede dialogar entre creyentes y pensantes. El pensamiento consiste en cuestionar de forma permanente todas nuestras convicciones y cambiarlas en cuanto logremos encontrar otras mejores: pensar es cambiar de ideas. La creencia consiste en fijar de forma permanente las convicciones que consideramos esenciales y no admitir que se cuestionen ni se cambien bajo ningún concepto: creer es fijar definitivamente las ideas. Cada ser humano tiene una proporción variable de creyente y de pensante: de ella depende su capacidad de fijar o de cambiar convicciones. Hay científicos que trabajan toda la semana en un laboratorio como pensantes y los domingos van a misa (o a la asamblea de Podemos) como creyentes. Los enemigos radicales y los partidarios absolutos del aborto suelen ser creyentes de distinto signo e idéntica estructura caracterial (el dogmatismo es una estructura del carácter, se podría decir parafraseando a Wilhelm Reich). Los que tienen en su personalidad más porcentaje de pensante suelen adoptar ante el aborto (y ante muchas otras cosas) una gran prudencia, muchas matizaciones, profunda tolerancia. Eso se llama deliberación. Y los creyentes, como los militantes políticos, siguen repitiendo una y otra vez su argumentario prefabricado. Que es lo que llaman “debatir”.