joselazaro.eu

José Lázaro

La muerte en casa de los Bernhard

Artículos
Articulos-de-prensa

Publicado en JANO. Medicina y Humanidades, XLI, Nº 975, diciembre 1991, pp. 39-45.

La institución familiar puede perfectamente ser entendida, desde un punto de vista biológico, como el instrumento básico de transmisión y protección de la vida humana, instrumento que tiene (por ser humano) unas características peculiares, aunque no por ello deja de estar al servicio del instinto natural de conservación de la especie.

Pero hay también otro punto de vista sobre la familia, que ha sido subrayado insistentemente por las corrientes de pensamiento que se suelen agrupar bajo la denominación de “estructuralismo” (en particular por los trabajos antropológicos de Lévi-Strauss y por la reformulación de la teoría freudiana elaborada por Jacques Lacan). Para este tipo de planteamientos, la familia es sobre todo un sistema de relaciones, una estructura de parentesco formada por vínculos de consanguinidad (entre hermanos), de alianza (entre esposos) y de filiación (entre padres e hijos). Esta estructura relacional, cargada con todo tipo de elementos simbólicos y lingüísticos, precedería al nacimiento de cualquier individuo, le serviría de entorno configurador y lo determinaría desde antes incluso de su concepción, desde que no es más que una posibilidad o un deseo en la imaginación de los que van a ser sus padres. Y una vez que el individuo sea engendrado, y más tarde, a partir de su nacimiento, él mismo pasará a ser un elemento de esa estructura, irremediablemente impregnado por ella, pero a la vez capaz de actuar sobre ella, de intervenir, más o menos voluntariamente, en la evolución posterior de la estructura familiar.

Y es que, efectivamente, ya antes de que el niño nazca hay en el ámbito familiar un lugar a él destinado que va a ser determinante: hay una historia y unas leyendas propias de esa familia; hay un complejo entramado de esperanzas y temores resultante de los deseos, las fantasías y las frustraciones de los que aguardan su llegada; hay un lugar concreto en el orden de la fratría y unas determinadas circunstancias que rodean su nacimiento; hay un nombre de pila elegido por los padres (tomándolo muchas veces de un miembro de la familia, o de un personaje admirado por ella) y hay un apellido impuesto por el linaje; hay unas deudas, unos derechos y unos deberes heredados; hay proyectos más o menos explícitos para el futuro sujeto, y hay actitudes (a veces amorosas, otras hostiles) con las que lo aguardan los antiguos miembros de la comunidad; hay normas, costumbres y prohibiciones, que regulan la vida familiar y, a partir de ella, la vida social. Hay, en definitiva, un complejo sistema de vidas humanas que se entrelazan configurando una estructura en la que una nueva personalidad habrá de formarse, en la que un nuevo sujeto habrá de constituirse. Un complejo entramado de vidas, pero también un complejo entramado de muertes. Porque entre los elementos que harán que esa estructura resulte determinante, las muertes de la familia ocupan un lugar muchas veces decisivo.

BERNHARD Y SUS CIRCUNSTANCIAS

Thomas Bernhard (1931-1989), considerado por múltiples críticos como una de las grandes revelaciones literarias de las últimas décadas, nació en Heerlen (Holanda), en “un convento para jóvenes pecadoras” (7, p. 39) en el que se había refugiado su madre, tras ser abandonada por el padre del niño, que no quiso reconocerlo. Era (el padre) un carpintero ebanista, hijo de agricultores, al que Bernhard no llegó a conocer nunca. Su nombre no se pronunciaba jamás en la familia. Durante una de sus largas convalecencias, Bernhard se entregará a reflexionar sobre la figura del padre ausente: “Todo lo que se refiere a mi padre se ha quedado en suposiciones, a menudo me preguntaba, porque al fin y al cabo fue mi padre, ¿quién fue mi padre? Pero yo mismo no podía darme respuesta y los otros no estaban dispuestos a ello” (4, p. 68). A los catorce años, Bernhard descubre en un suburbio de Salzburgo a su abuelo paterno, con el que tiene una única entrevista en la que también le habla del padre “como de un animal”, le cuenta que después de engendrarlo se fue a Alemania, que tuvo cinco hijos más y que ya ha muerto; además le entrega una fotografía, que la madre arroja al fuego en cuanto la descubre (4, p. 70-2) (6, p. 11). Este padre biológico no tendrá, en el universo constituyente de Bernhard, más papel que el de la ausencia.

La madre, Herta Bernhard, empleada doméstica, tras huir avergonzada por su embarazo, se pone en contacto con sus padres y comprende que están deseosos de acogerla a ella y al niño, con lo que ambos regresan a Austria. Allí le aguarda al niño el que va a ser su auténtico padre, su padre simbólico, su modelo de identificación y la persona más determinante de su vida: el abuelo materno, Johannes Freumbichler (1881-1949). Las manifestaciones de admiración, de agradecimiento y de amor hacia él son incontables en los textos autobiográficos de Bernhard, así como el reconocimiento de su influencia intelectual: “Todos mis conocimientos se remontan a ese hombre, decisivo en todo para mi vida y mi existencia, que había pasado por la escuela de Montaigne, como yo pasé por su escuela” (1, p. 109). Antiguo anarquista y escritor de escaso éxito, el abuelo pasaba el día encerrado en su cuarto redactando interminables manuscritos, mientras su mujer e hija realizaban modestos trabajos para mantener a la familia. Sólo al final de su vida logró Johannes Freumbichler publicar con cierto éxito algún libro, recibir algún premio y ganarse algún homenaje póstumo. Hoy parece demostrado que la gran aportación de Johannes Freumbichler a la historia de la literatura fue el nieto que realizó.

En 1937 la madre se casa con un ayudante de peluquero, Emil Fabjan, al que Bernhard se refiere habitualmente llamándole “mi tutor”, aunque en El aliento afirma que a él siempre le llamó “padre” (3, p. 106). Las referencias de Bernhard al “tutor” suelen transparentar una actitud de respeto y de aprecio: “No olvidaré nunca a mi tutor por el hecho de que, junto con mi abuela, cuidó a mi madre en casa hasta que murió” (4, p. 101).

A la edad de quince años Bernhard abandona repentinamente sus estudios en un odiado instituto y busca un modesto empleo en una tienda de ultramarinos del barrio más miserable de Salzburgo, donde pasará dos años. Sus recuerdos de este período ocupan el segundo volumen de su serie autobiográfica (El sótano); a juzgar por el relato, es la única época grata de toda su juventud. Una gravísima pleuresía, que desembocará en una tuberculosis, le llevará a recorrer durante otros dos años (cuando tiene entre diecisiete y diecinueve) una serie de clínicas que, retratadas por él (en los volúmenes tercero y cuarto de la autobiografía, El aliento y El frío) son todas variaciones del infierno. Durante estos dos años fallecerá el abuelo y, seis meses después, la madre.

Bernhard publica un primer libro de poesía en 1957, pero será la novela Helada, aparecida en 1963, la que marcará el auténtico inicio de una espectacular carrera literaria. Todas sus obras están marcadas por su personalidad atormentada, por su dureza y su ausencia de concesiones estilísticas o temáticas, por su amargura corrosiva y su implacable agresividad. Frente a los escritores que agradan, más o menos, a todo el mundo, Bernhard pertenece al tipo de los que dividen a los lectores en dos grupos estancos: los que le siguen apasionadamente y los que no lo pueden soportar. Es el tipo de escritor que no admite términos medios.

Entre 1957 y su muerte prematura en 1989, Bernhard publica una impresionante cantidad de novelas, relatos, obras teatrales y poemarios, que le proporcionan grandes admiradores y múltiples enemigos, varias denuncias por difamación, un creciente prestigio y difusión internacional y una considerable cantidad de premios y reconocimientos que él suele aprovechar como ocasiones de expresar su desprecio por la humanidad en general y por los austríacos en particular. Vale la pena recordar, a título de ejemplo representativo, la carta que envió al Ministerio de Cultura cuando éste le propuso, en 1986, la concesión de un título honorífico de profesor, por iniciativa de la Grazer Autorenversammlung (una agrupación de escritores vanguardistas). La respuesta de Bernhard decía: “Desde hace más de diez años, no acepto premios literarios ni títulos y, naturalmente, tampoco voy a aceptar su ridículo título de profesor. La Grazer Autorenversammlung es una asociación de cretinos sin talento. Muy cordialmente suyo, Thomas Bernhard” (8, p. 262).

En el conjunto de la obra de Bernhard, los cinco volúmenes autobiográficos ocupan un lugar destacado. Es muy significativo de su manera de relatar que estos cinco volúmenes no lleguen más que a la edad de diecinueve años. Los estudiosos de su obra (cada vez más abundantes) suelen coincidir en señalar que, además de su interés como documento biográfico, estos libros se encuentran, desde el punto de vista literario, entre los mejores del autor. Así lo ha afirmado Miguel Sáenz (el mayor especialista español en Bernhard y traductor de gran parte de su obra): “Cada vez se hace más patente que la distancia que separa las obras autobiográficas de Bernhard de sus novelas y relatos es mínima: en su autobiografía hay mucho de elaboración literaria y en su literatura de imaginación un valioso cargamento autobiográfico” (9).

LA MUERTE COMO RECONCILIACION

La relación de Bernhard con su madre puede calificarse de amor conflictivo. Lo que impide la plenitud afectiva entre el hijo y la madre es la sombra perenne de la huida del padre. Bernhard recuerda que, a la edad de ocho años, “yo quería a mi madre, pero no era un hijo querido” (5, p. 12). La madre lo somete con frecuencia a insultos y menosprecios que, en el fondo, no van dirigidos contra él sino contra el padre que representa (incluso con su gran parecido físico). “Cuando ella me veía, veía a mi padre, su amante, que la dejó plantada. (…) La mayor decepción de la vida de mi madre, su mayor derrota, estaba allí cuando yo aparecía. Y se encontraba con ella todos los días, porque yo vivía con ella. Yo sentía como es natural su amor por mí, pero al mismo tiempo siempre también su odio hacia mi padre, que se interponía en ese amor de mi madre por mí” (5, p. 34-5).

La madre muere de un tumor uterino a los cuarenta y seis años, cuando su hijo tiene dieciocho. En la clínica en que está ingresado, convaleciendo de su tuberculosis, Bernhard descubre en un periódico la noticia de la muerte de su madre, pues la familia no le había avisado (4, p. 124-5). (Del mismo modo había descubierto, unos pocos meses antes, la muerte del abuelo). En el período de tiempo que precede a la muerte materna se desarrolla un acercamiento y una reconciliación entre los dos enfermos, madre e hijo. El le lee poemas que está escribiendo, y ambos lloran juntos (4, p. 35). Mientras le es posible, ella visita a su hijo ingresado. Después, recuerda Bernhard, “me llegaban saludos de ella, cada vez más reglas de vida, propuestas prudentes, discretas, para el tiempo de después” (4, p. 110). La última vez que él puede visitarla en casa, se sienta en su cabecera y ambos permanecen en silencio. En esos meses marcados por la reciente muerte del abuelo, por la próxima muerte de la madre y por el riesgo de muerte en que se encuentra el propio Bernhard, las barreras fantasmáticas que, a lo largo de la vida, se habían interpuesto entre la madre y el hijo, quedan definitivamente derruidas: “Aquí, en la habitación de morir, yo había podido tener de repente la relación estrecha y cariñosa con mi madre que tan dolorosamente había echado en falta durante los dieciocho años anteriores. La enfermedad tenía el poder de acercarnos y de unirnos otra vez después de un período tan largo de separación” (3, p. 105).

LA MUERTE DE LA EMANCIPACION

La personalidad del abuelo es el factor que más influye en la formación de Bernhard. El abuelo es el ser más querido, el maestro que todo lo sabe, el guía que señala el camino, el que aporta el argumento de autoridad definitivo, el juez que siempre comprende y perdona, el apoyo y la aprobación incondicionales.
Cuando Bernhard es todavía un niño intenta, con gran esfuerzo y poco éxito, aprender a tocar el violín. Hay para ello una razón poderosa: el deseo del abuelo es que toque el violín, el deseo del abuelo es hacer de él un artista, el deseo del abuelo es tener un nieto excepcional (1, p. 51-2). Y el pequeño Thomas luchará en vano por aprender a tocar el violín, como luchará más tarde por aprender a pintar, porque el deseo del abuelo es la ley del nieto.

Si el destino de Bernhard está, en buena medida, determinado por el deseo del abuelo, también lo está por sus fracasos. A la edad de quince años Bernhard decide que la enseñanza que recibe en un instituto de Salzburgo tiene que ser interrumpida. Pero hay una seria dificultad para tomar la decisión de abandonar el instituto: el abuelo desea que concluya los estudios, los mismos estudios que él no había podido hacer; el abuelo trata de culminar, a través del nieto amado hasta la identificación, lo que él no había podido terminar personalmente. Por eso el fracaso de Bernhard como estudiante no es sólo un fracaso suyo, sino también una forma de volver a abrir las viejas cicatrices del abuelo (1, p. 110). Pero ese abuelo que quiere ver a su nieto culminando los estudios le impide al mismo tiempo aceptar el instituto (a causa de la enseñanza que él mismo le transmite en su relación absorbente). La enseñanza del abuelo es incompatible con la de los profesores porque “él fue el único de mis maestros por mí reconocido y, en muchos aspectos, lo sigue siendo hasta hoy” (1, p. 115).

Bernhard decide finalmente abandonar el instituto porque quiere ir “en la dirección opuesta”, para lo cual busca trabajo como aprendiz en la tienda de comestibles de una barriada pobre. Allí descubre un mundo nuevo: “Tenía la sensación de haber escapado a uno de los mayores absurdos humanos, el instituto. De pronto sentía que mi existencia era otra vez una existencia útil. Había escapado a una pesadilla. Me veía ya rellenando de harina y manteca y azúcar y patatas y sémola y pan las bolsas de la compra, y era feliz” (2, p. 11). La decisión del quinceañero es acogida por su madre y su tutor sin desaprobación (la economía familiar es miserable y el muchacho va a aportar un cierto alivio). La reacción del abuelo es mucho más compleja y significativa: decepción disimulada y aprobación explícita, sólo posible gracias a una capacidad de racionalización portentosa; el nieto adorado va a ser un gran comerciante, y en esa actividad podrá desplegar su genio mejor, sin duda, que en una labor intelectual o artística. En realidad, no es el nieto el responsable del cambio, sino la miseria de los tiempos que corren. En realidad, los comerciantes no son seres de una vulgaridad despreciable (como él había pensado siempre) sino altamente estimables y no exentos de grandeza (2, p. 12). El deseo del abuelo dirige el destino del nieto, pero también sabe adaptarse a los golpes de ese destino que no es posible controlar.

Abuelo y nieto ingresarán, casi simultáneamente, en el mismo hospital, ambos gravemente enfermos. Es el abuelo el que se desplaza, al principio, a la habitación del nieto, que no puede moverse de la cama. Los contactos resultan reconfortantes para ambos. Y el abuelo, con su habilidad racionalizadora, aprovechará para explicarle al nieto, hablando de enfermo a enfermo, que la situación en que se encuentran ha de ser aprovechada como un estímulo intelectual y una fuente de enriquecimiento existencial: “El enfermo es un ser clarividente, para nadie es más clara la imagen del mundo (…) El artista, especialmente el escritor, que no iba de cuando en cuando a un hospital, es decir, que no iba a uno de esos círculos decisivos para la vida y necesarios para la existencia, se perdía con el tiempo en la insignificancia, porque se extraviaba en la superficialidad” (3, p. 56).

Pero el día en que Bernhard cumple dieciocho años el abuelo no acude a visitarlo. Las preguntas inquietas que dirige a la familia se quedan sin respuesta. Algunos días más tarde descubre en el periódico un retrato del abuelo, ilustrando un artículo necrológico. Por consejo de los médicos, los familiares no le habían dicho nada (3, p. 89).

La presencia del abuelo en la vida de Bernhard no concluye con su muerte. Son muchos, y muy cargados, los signos póstumos que el joven seguirá recibiendo: diversas prendas de ropa, objetos personales, la partitura de La flauta mágica que el abuelo le había prometido antes de morir, la vieja máquina de escribir en la que Bernhard trabajará a partir de entonces, y los libros, especialmente aquellos que para el abuelo habían sido los más importantes y en los que el nieto se submergirá (siguiendo las huellas del maestro fallecido) durante la larga convalecencia: Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Pascal, Schopenhauer…
A partir de la herencia simbólica del abuelo, Thomas Bernhard comenzará a escribir, iniciando una obra que, paso a paso, le ira llevando, como quería el abuelo, a “lo más Grande”. La literatura le acabará proporcionando al nieto la posibilidad de realizar plenamente el deseo frustrado del abuelo muerto, empleando para ello exactamente los mismos instrumentos con los que aquél había fracasado.

Pero la muerte de uno era condición necesaria para el renacimiento del otro. El enorme legado espiritual del abuelo era, mientras estuvo físicamente presente, un manantial y un obstáculo. La aportación del abuelo sólo pudo dar sus frutos una vez que aquél desapareció, marcando para el nieto el fin de una existencia pero también el principio de otra. Tras el duelo inmediato por su abuelo, Thomas Bernhard toma conciencia de su soledad, de su dependencia exclusiva de sí mismo; toma la decisión de recobrar la salud y concentra en ella todas sus energías: “El estar solo y seguir adelante contando sólo consigo mismo no sólo era posible, había comprendido de repente, sino un estímulo para existir antes desconocido e increíble. La muerte de mi abuelo, por espantosamente que hubiera aparecido y hubiera tenido que afectarme, había sido también una liberación. Por primera vez en mi vida era libre y había aprovechado esa libertad total de pronto experimentada en un sentido que, como hoy sé, me salvó la vida (…) No quiero desarrollar esa especulación. La escuela de mi abuelo, a la que, puedo decir, había ido desde que nací, se había cerrado con su muerte” (3, p. 95-6).

LA SOMBRA DE LOS MUERTOS

La familia es una compleja estructura de intercambios simbólicos entre mundos personales que se expresan parcialmente formando vínculos en cuyo entramado van a desarrollarse los nuevos sujetos. Pero esos vínculos (de palabras y silencios, de deseos, satisfacciones y frustraciones, de afectos y rencores, de deudas y proyectos, de fantasmas de todo tipo) no se dan solamente con los vivos, sino también con los muertos. Todo muerto significativo deja un bagaje de fantasmas que sigue produciendo efectos en los vivos. Cada vez que éstos se detienen a pensar, cada vez que dan rienda suelta a la fantasía, cada vez que hacen planes o, simplemente, sueñan, cada vez que intentan escarbar en los enigmas de su origen se encuentran, irremediablemente, con los signos fantasmáticos de sus vivos y sus muertos. El problema es que lo muertos envían signos (aunque no sea más que a través de la memoria de los vivos) pero no los intercambian.

“Hubiera tenido que preguntar, no sólo debido preguntar, tantas cosas, a mi abuelo, a mi abuela, a mi madre, cuántas cosas no les pregunté, ahora es demasiado tarde…” (4, p. 75).

BIBLIOGRAFÍA

(1) BERNHARD, T. (1975): Die Ursache. Eine Andeutung. (El origen. Una indicación, Barcelona, Anagrama, 1984).

(2) BERNHARD, T. (1976): Der Keller. Eine Entziehung. (El sótano. Un alejamiento, Barcelona, Anagrama, 1984)

(3) BERNHARD, T. (1978): Der Atem. (Eine Entscheidung). (El aliento. Una decisión, Barcelona, Anagrama, 1985).

(4) BERNHARD, T. (1981): Die Kälte. Eine Isolation. (El frio. Un aislamiento, Barcelona, Anagrama, 1985).

(5) BERNHARD, T. (1982): Ein Kind. (Un niño, Barcelona, Anagrama, 1987).

(6) BERNHARD, T. (1986): Ténèbres. Textes, discours, entretien, (Claude Porcell, dir.), s. l., Maurice Nadeau.

(7) HOFMANN, K. (1988): Aus Gesprächen mit Thomas Bernhard. (Conversaciones con Thomas Bernhard, Barcelona, Anagrama, 1991).

(8) LENORMAND, H.; WÖGERBAUER, W. (dirs.) (1987): “Thomas Bernhard”, L’Envers du miroir / cahier nº 1, Arcane 17.

(9) SAENZ, M. (1989): “Distancia mínima”, Diario 16, 29-junio-1989, p. XI.

(10) THOMAS, C. (1990): Thomas Bernhard, Paris, Seuil.

Comparte en tus redes:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *