Publicado en El Europeo, octubre de 1992
En una conferencia en la que expone las múltiples ventajas que el don de la ceguera aporta al escritor, Jorge Luis Borges recuerda que “Demócrito de Abdera se arrancó los ojos en un jardín para que el espectáculo de la realidad exterior no lo distrajera”. Si un jardín (el lugar en el que la mitología cristiana situaba el paraíso) puede ser solamente una distracción molesta, es porque el paraíso que ofrece es falso, porque el jardín no es más que un obstáculo que impide el acceso al verdadero paraíso. Para el que quiere librarse del espectáculo de la realidad exterior (que el jardín privilegiadamente simboliza) el medio más radical y eficaz es la destrucción de la vía por la que el exterior penetra: arrancarse los ojos. Una vez suprimida la puerta por la que entraba el mundo externo, el artista puede dirigir su atención al auténtico paraíso sin que nadie le moleste. Demócrito de Abdera puede ya hundirse en sus reflexiones, como Jorge Luis Borges puede entregarse a enlazar imágenes e ideas recogidas en palabras, sin que el burdo espectáculo del jardín exterior les distraiga del fascinante proceso que transcurre en su paraíso interior.
Lo malo del mundo real es que da poco de sí: las imágenes y los sonidos, las formas y los colores se ofrecen una tras otra a quien pasivamente las contempla mientras piensa con hastío en lo poco que para él significan. En cambio el mundo interno de las imágenes mentales está tan densamente cargado de sentidos que por mucho que uno los recorra fascinado nunca llega a aprehender más que una mínima parte de sus riquezas insondables. Frente a la trivialidad vacía de lo que se ve, se escucha o se toca, la sustancia inagotable de lo que se ensueña permite ir avanzando de sorpresa en sorpresa cada vez más adentro, cada vez más al fondo, acercándose al núcleo de la madeja que forman los recuerdos, las fantasías, las ocurrencias y las asociaciones, y sabiendo que el núcleo está siempre muy lejos, si es que hay un núcleo. El soñador recorre el laberinto de imágenes y palabras que se enredan, se superponen, se yuxtaponen y se repiten, y a cada paso nuevos descubrimientos le llevan a nuevos enigmas y nuevas respuestas resultan ser nuevas preguntas. Mientras que la percepción solo traía imágenes estáticas de un mundo rígido, la evocación proporciona representaciones elásticas que nunca son solamente lo que parecen ser, sino también más cosas. Cada palabra remite a varios significados, cada recuerdo arrastra otros recuerdos, cada combinación de palabras y recuerdos abre un sentido nuevo que lleva más allá de lo que prometían y cada más allá resulta ser solo otro paso de un camino deslumbrante. El proceso absorbente de la evocación es cada vez más fascinante, cada vez más fructífero, y el soñador sin cuerpo se relaja y disfruta convencido de que el viaje es infinito. Y su goce prosigue y prosigue, hasta que algún imbécil le llama la atención para que observe las flores del jardín. Y el misántropo piensa que su tragedia es que los otros le llaman para que les acompañe al infierno que ellos llaman paraíso.
Es quizá Thomas Bernhard el autor que en los últimos años nos ha proporcionado los mejores retratos del misántropo. Sus personajes suelen refugiarse en lugares insólitos y aislados en los que se dedican a elaborar minuciosa y solitariamente algún tipo de obra cuya realización los tiene obsesionados. El aislamiento y el silencio que requieren no parece ser nunca suficiente; a veces necesitan que sean exterminados todos los pájaros del bosque que rodea su mansión. Sólo así creen que podrán realizar su obra.
El misántropo se queja de que los habitantes del jardín no aceptan de buen grado su aislamiento. Por alguna razón les parece intolerable que esté solo y se empeñan en acercarse a él. Quieren hablar con él. Quieren estar con él. Quieren que deje de ser él. Bernhard se lo cuenta con desgana al pelma del periodista que se empeña en entrevistarlo:
“Cuando se está solo mucho tiempo, cuando se ha acostumbrado uno a estar solo, cuando se ha adiestrado uno para estar solo, se descubren cada vez más cosas por todas partes, donde para los demás no hay nada.
De momento no soporto a nadie. Y simplemente la idea de que alguien pudiera venir… Grrrrrrrr, es horroroso, no hay quien lo aguante -“Tendría usted que venir”, pero no hay que ir, a ninguna parte ni a nada”.
“Hay gente, insistente, que no entiende ni escucha. En seguida se ponen insolentes, y se ponen insolentes también si no les abro, entonces golpean con ese aldabón en mi puerta, como si quisieran echarla abajo de rabia, y los vecinos dicen: “Está en casa?”.
Es difícil ser un auténtico misántropo, pues para ello es necesario ser a la vez autista, estéril y feliz, es necesario ser capaz de refugiarse en el mundo interior, de entregarse al goce pleno y exclusivo del universo mental y de renunciar al contacto con el entorno sin añorarlo en absoluto. Pero al auténtico misántropo (el que es realmente autista, estéril y feliz) no se le plantea el problema de que los otros no le dejen en paz y se empeñen en acercarse a él y en acercarlo a ellos, porque a un misántropo auténtico no se le acerca nadie. Sólo el falso misántropo, el misántropo a su pesar, se enfrenta a la llamada de los otros, una llamada que él mismo ha provocado con sus contradicciones. Bernhard también lo sabe:
“Todo hombre quiere al mismo tiempo participar y que lo dejen en paz. Y como eso no es posible, las dos cosas, siempre se está en conflicto. Cierro aquí la puerta para estar tranquilo de una vez, y en el momento en que cierro la puerta me doy cuenta de que es un error, de que otra vez he hecho algo equivocado, porque en el fondo no lo quiero: porque por una parte se sabe que estar solo es mucho más agradable, pero por otra, no se puede estar solo”.
Cuando es realmente autista y se siente feliz en ese estado, el misántropo está tan satisfecho de su mundo interno que sólo se preocupa de cuidarlo y protegerlo, renunciando por tanto a cualquier tentación de expresarlo, a cualquier comunicación de sus fantasías, a cualquier tipo de obra creativa. Pero si a partir de sus ensueños necesita pintar, escribir o componer, la torre de marfil se resquebraja. Aunque lo que exprese sean historias de misántropos, insultos al público y discursos biliosos, el hecho mismo de escribirlos, de pulirlos cuidadosamente hasta convertirlos en novelas impecables, y después publicarlos, le deja al descubierto. Cuando después escape de sus admiradores o le escupa al ministro que trata de entregarle un premio literario, tendrá que reconocer que ha sido desenmascarado. Cuentan que Samuel Beckett contemplaba espantado las colas del teatro en el que se representaba su primera obra y se acusaba de haber cometido algún error imperdonable.
Si de lo que se trata es de aislarse para poder disfrutar de uno mismo no parece prudente realizar una obra. Para el auténtico autista la obra está hecha en el proceso mismo de rememorar y fantasear. Si los fantasmas del mundo propio son la única compañía soportable, no resulta coherente transformarlos en obra y ofrecerlos al público. O se es autista o se es artista; las dos cosas a la vez no pueden ser. Y si la obra solo expresa el desprecio a los habitantes del jardín y a la facilidad con que entran en contacto unos con otros, parece paradójico exponer el desprecio, bellamente elaborado, a la admiración de los despreciados.
Pero la prueba más rotunda de que era falsa la misantropía que la creación desenmascara la recibe el autista fértil en su propia vivencia del triunfo. Las consecuencias de la gloria son para él a la vez dulces y amargas. La admiración que despierta le gratifica y le avergüenza, le halaga el orgullo y a la vez le produce una frustrante sensación de que eso no era lo que buscaba. Los otros le llegan en manadas y él, sabiendo que los ha rehuido y los ha llamado, ve como ahora le salen al encuentro. Pero el encuentro es diferente del que ellos compartían en el jardín mientras él estaba al margen. Entonces contemplaba con desprecio aquel contacto humano inmediato y directo, pero en su desprecio había envidia secreta; secreta hasta para sí mismo. Con la divulgación de sus creaciones demostró que también él buscaba el contacto con otros, y con el éxito lo obtuvo. Pero las nuevas relaciones del falso misántropo son fatalmente asimétricas y mediatas. Proceden de sus producciones, que actúan a la vez como vínculo y barrera. Están marcadas por la admiración que los otros le brindan, aunque no a él sino a sus artificios. Resultan, por la artificiosidad que las mediatiza, muy poco satisfactorias. Y es la insatisfacción lo que revela que el inicial despego no dejaba de ser impotente y el inicial desprecio no dejaba de ser envidioso.
Quizá la tragedia del falso misántropo es que se expresa y con ello se desmiente; y sin embargo, lo que consigue a cambio, no es, desde luego, lo que buscaba sin saberlo.
NOTA: La conferencia de Borges “La ceguera” se encuentra en Siete noches, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 141-160. Las citas de Bernhard están tomadas del libro de Kurt Hofmann Conversaciones con Thomas Bernhard, Barcelona, Anagrama, 1991, pp. 12-19.