Publicado en Babelia, El País, 8 de agosto de 2014
Desde el principio de la historia han coexistido siempre una medicina muda y otra comunicativa; ya en el diálogo de Platón Leyes se diferencian claramente la medicina para esclavos (simple “veterinaria para hombres”, decía Laín Entralgo, rudimentaria, artesanal, sin diálogo alguno) y la destinada a ciudadanos libres y ricos (basada en la conversación amistosa, el conocimiento personal y familiar, la argumentación persuasiva).
Hay textos tan curiosos sobre ello como un pasaje de La Celestina en el que Peleberio le dice a Melibea: “Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado. Que ni faltarán medicinas, ni médicos, ni sirvientes, para buscar tu salud, agora consista en yerbas, o en piedras, o en palabras, o esté secreta en cuerpos de animales”. La palabra comparada con las sustancias vegetales, minerales o animales de la farmacopea.
Cuando el joven Freud comprobó el fracaso de los tratamientos tradicionales para la histeria (masajes, hipnosis, corrientes eléctricas, baños de agua caliente o fría…) fue su propia paciente Emmy von N. la que le sugirió dejar de utilizarlos y sentarse tranquilamente a escuchar todo lo que ella estaba deseando contarle. Durante el resto de su vida no hizo Freud otra cosa que seguir ese lúcido consejo.
Desde hace cuarenta años proliferan en universidades anglosajonas los cursos de “Medicina y Literatura”. Analizando textos narrativos buscan un conocimiento más profundo de la enfermedad, la profesión médica o las vivencias del paciente: La muerte de Ivan Illich, por ejemplo, ofrece la posibilidad de profundizar en la experiencia íntima de un enfermo terminal que, iluminado por el mal que lo está matando, cambia radicalmente la forma de entender su trabajo, su familia, sus afectos, su existencia misma. La enfermedad como revelación del auténtico sentido de las cosas que la engañosa salud ocultaba. Probablemente hay muchos enfermos que sienten algo parecido a lo que sintió Ivan Illich, pero hacía falta el genio de Tolstoi para narrarlo y hacerlo comprensible a los que no lo hemos vivido (todavía). Y junto a Tolstoi, Camus (La peste), Mann (La montaña mágica), Bernhard (El aliento y El frio), etc., etc.
En el siglo XXI siguen diferenciadas la medicina muda y la narrativa. Muchos médicos, fascinados por la tecnología, piensan que el diálogo con el enfermo es una pérdida de tiempo sin relevancia para el diagnóstico. Lo contrario se observa en clínicos conscientes de que el conocimiento personal y biográfico de cada paciente es fundamental para una buena práctica profesional.
Pero el triunfo espectacular de la medicina científico-técnica (con sus indiscutibles y admirables logros) está dando lugar en este momento a un movimiento internacional cada vez más potente que se llama “Medicina Narrativa”. Su objetivo no es cuestionar (ni mucho menos combatir) ninguno de los logros objetivos de la tecnomedicina actual, sino complementarlos mediante el diálogo, la empatía y la comprensión narrativa de cada paciente. Para ello, más allá del grato estudio de obras literarias, está aplicando directamente la teoría narrativa a la práctica clínica: el paciente llega a la consulta con un gran relato (su propia vida) en la que la última escena es la enfermedad actual (a la que solo el relato entero dará su auténtico sentido, como sólo la película completa nos permitiría entender la escena aislada vista en medio de un zapping). Toda la relación clínica (si los profesionales sanitarios son realmente capaces de escuchar) forma un nuevo relato que se va construyendo en el diálogo consulta tras consulta, examen tras examen, prueba tras prueba. Si las cosas se hacen bien, la historia clínica pasará a ser una nueva narración, fruto y reflejo de las anteriores, más que la simple compilación de datos y pruebas a que la suele reducir la medicina muda.
Decía Bergamín que si él fuese un objeto sería objetivo, pero al ser un sujeto era subjetivo. Y, por lo tanto, narrativo.