Publicado el 1 de junio de 2020
Nota: Este documento forma parte del proyecto de investigación y difusión del conocimiento propio del Colegio Libre de Eméritos que se titula: “Aspectos biológicos, tecnológicos, culturales, sociales y emocionales de las epidemias: Enseñanzas prácticas de aplicación actual”. Para obtener gratuitamente el resto de los documentos del proyecto e información sobre las demás actividades que se realizan dentro del convenio de colaboración entre Colegio Libre de Eméritos, Fundación Deliberar y Editorial Triacastela (CLEDET) puede hacerse a través del enlace: https://deliberar.es/ Para más información: info@cledet.es
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Nuevas viejas epidemias
Aunque la historia del coronavirus que causa el Covid-19 está aún escribiendo sus primeros capítulos, es mucho lo que la anterior historia de las epidemias nos enseña sobre situaciones similares a la que estamos viviendo ahora (primer semestre de 2020), aunque en contextos y épocas muy diferentes. Abundan los libros dedicados al tema, que sin embargo está lejos de quedar agotado. El objetivo de este texto es resumir algunas de esas enseñanzas útiles que el pasado nos ofrece para el presente y para el futuro próximo.
El estudio histórico de las grandes enfermedades epidémicas permite llegar a una clara conclusión: además de los indiscutibles fenómenos biológicos que las generan, las actividades militares, económicas o comerciales del ser humano son muchas veces factores que inciden directamente en la aparición, el cambio y la desaparición de las enfermedades. Por eso puede mantenerse que las enfermedades no son simples hechos naturales, sino que también vienen determinadas por acciones humanas, siendo en gran parte consecuencias negativas del proceso de conversión de recursos naturales en posibilidades de vida (tal como ha expuesto en varias ocasiones Diego Gracia, en cuyos trabajos se apoya este artículo). Hay incluso algunas enfermedades que son puro producto de la civilización humana y no podrían darse en estado en naturaleza, como la embolia por descompresión de los submarinistas, las enfermedades laborales o el alcoholismo crónico, propio de las sociedades agrícolas e industriales, pero difícilmente imaginable en las de cazadores-recolectores.
Hay una gran cantidad de analogías (y, por supuesto, diferencias) entre las grandes epidemias históricas y la que recorre el mundo en este año 2020. Pero tanto las coincidencias como las diferencias son un material del mayor interés para obtener de él un tipo de conclusiones que pueden muy bien ser complementarias de los aspectos biológicos que en estos momentos investigan contra reloj los laboratorios del mundo entero. La historia de las epidemias ofrece una gran cantidad de preguntas, y no pocas respuestas, que es conveniente recordar en estos momentos.
Hubo grandes epidemias de peste —o enfermedades muy similares a la peste bubónica, difíciles de diagnosticar con precisión a posteriori— en la Antigüedad Clásica, documentadas desde el siglo V a.C. hasta el VIII d.C., pero no las hay desde el s. IX hasta el s. XIII. Suele pensarse que la peste fue una típica enfermedad medieval, pero lo cierto es que las grandes epidemias de peste solo se dieron al principio y al final de la Edad Media. La razón es clara: entre los siglos IX y XIII no hubo trafico comercial ni expediciones militares al Extremo Oriente.
La mortalidad causada por la peste negra en el siglo XIV se ha evaluado entre el 35 y el 50% de la población europea. Las epidemias se repitieron cíclicamente, en más de treinta oleadas, hasta la peste de Marsella de 1720, que fue su última aparición epidémica en Europa, aunque hubo una importante en Hong Kong y en la India a finales del XIX, y desde entonces se han mantenido algunos focos residuales en países de Oriente, África y América, incluido Estados Unidos. (En Mallorca hubo un brote con importante mortalidad en 1820, pero no salió de la isla). Las posibles razones de todo ello (aunque parcialmente hipotéticas) son una fuente inagotable de enseñanzas.
No se ha podido establecer con precisión lo que acabó con las epidemias de peste europeas en el siglo dieciocho, pero las múltiples hipótesis razonables que hay sobre ello apuntan claramente a una diversidad de eventuales concausas que dan una clara idea de la complejidad multifactorial que se oculta tras la aparición, los cambios y la desaparición de nuevas epidemias:
- El equilibrio ecológico que siempre existe entre las distintas especies biológicas se podría haber desplazado, haciendo que la rata gris predominase sobre la negra; la rata gris tiende a mantenerse alejada del ser humano, apartándose de las ciudades al tener su habitat en el campo; además es parasitada por un tipo de pulga que transmite peor la peste.
- Lo ola de frío que se dio a finales del siglo diecisiete podría haber impedido la proliferación de la pulga (transmisora del germen entre la rata y el hombre), que no soporta las bajas temperaturas.
- También podría haberse producido una mutación del germen causante (la Yersinia pestis). Pero además de esta posible mutación hay una competencia ecológica entre los microorganismos que puede haber influido igualmente. Según esta hipótesis, la Yersinia pseudotuberculosis, que aumentó claramente desde el siglo XVIII, habría entrado en competencia con la Yersinia pestis, predominando sobre ella.
- Junto a estos factores biológicos hay que considerar también los derivados de la civilización humana, como es el caso de la utilización de distintos materiales arquitectónicos. El final de la última epidemia de peste en Londres coincidió con el gran incendio de la ciudad en 1666. La arquitectura londinense tradicional estaba muy basada en edificios de madera y paja, mientras que la reconstrucción tras el incendio se hizo a base de ladrillo y piedra, mucho más resistentes a los roedores. Pero quienes mantienen que ésta fue la causa de la desaparición de la epidemia chocan con la objeción de que el incendio no afectó a los suburbios de Londres ni a otras ciudades de Europa que también dejaron de padecer la peste por entonces.
- Los hábitos higiénicos privados se modificaron en el siglo XVIII como consecuencia de las ideas de la Ilustración, difundiéndose el lavado sistemático de ropa interior y cambiando sus materiales, pues pasa de estar confeccionada con lana a ser de algodón, lo que podría haber dificultado el parasitismo de la pulga. En la Edad Media y en la cultura islámica el nivel de higiene había sido aceptable, con la proliferación de baños públicos; pero estos se cerraron en los siglos dieciséis y diecisiete por la lucha contra la sífilis, a la vez que se abandonaron otros hábitos higiénicos. En cambio, durante el siglo dieciocho mejoraron mucho las costumbres higiénicas y el cuidado personal, lo que podría haber influido en la decadencia de la peste, sobre todo al coincidir con una mejoría general de la alimentación.
- En el siglo XVIII se estableció además una barrera sanitaria en Austria, con más de 100.000 hombres y medidas de cuarentena y control que afectaban tanto al tráfico de mercancías como a los viajeros. Esta medida de higiene pública también podría haber protegido a Europa de las nuevas epidemias que afectaron desde el s. XVIII a Asia y África, llegando en menor medida a América. Las barreras sanitarias (incluidas las militares) y las drásticas medidas de cuarentena, tan negativas para la economía, para el comercio y para las libertades civiles, son de una indudable eficacia para contener las epidemias. (Carmichael, 2003: 63).
Todo esto demuestra que la evolución de la cultura va transformando los recursos naturales en factores positivos y negativos para la vida. La ruta de la seda y la ruta de las especias, abiertas para proporcionar a los europeos exóticas riquezas, trajeron también la muerte.
Analogía entre las epidemias antiguas y la actual
Las grandes epidemias tienen efectos sociales devastadores, pues suponen la disolución de los distintos tipos de valores en que se apoya la estructura social. Tanto las características de las epidemias como sus consecuencias sociales están perfectamente descritas en textos clásicos como la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides (en donde se describe la llamada “Peste de Atenas”, del s. V a.C., que no parece haber sido peste bubónica, sino probablemente tifus exantemático o viruela) o en el inicio del mundo moderno, en el Decamerón de Boccaccio, donde se describe la citada epidemia de “Peste negra” de mediados del siglo catorce en la ciudad de Florencia. Las grandes epidemias llegan por rutas marítimas o terrestres; se propagan rápidamente causando una enorme mortalidad; provocan la huida de todos los que pueden hacerlo (incluidos a veces los médicos), dejando abandonados amigos y familiares infectados; hacen que se clausuren castillos, puertos o ciudades enteras; empujan a la población, aterrada por la presencia de la muerte masiva, a entregarse a cultos religiosos fanáticos (como en el caso de los flagelantes medievales) o por el contrario, disolviendo todas las inhibiciones, provocan el pillaje y el desenfreno orgiástico. Ante el misterioso origen de lo que está ocurriendo se culpabiliza muchas veces a algún grupo marginado o envidiado y se le castiga. Los muertos se amontonan mientras los vivos, poseídos por la convicción de que ya nada importa, abandonan las reglas de la civilización y provocan una demolición de la sociedad. El cirujano más importante de la Baja Edad Media, Guy de Chauliac, describiendo la epidemia de peste de 1348, escribe que “la gente moría sin criados y era enterrada sin curas. El padre no visitaba al hijo, el hijo no visitaba al padre, la caridad estaba muerta y la esperanza abatida”. (Citado por Arquiola, 1987: 176).
Dilemas económicos de las epidemias
Ya en el mundo antiguo se planteó el trágico dilema entre la necesidad de proteger los recursos económicos que nos permiten vivir y la de sacrificarlos, en gran medida, para frenar la enfermedad.
La protección tradicional contra la peste es la cuarentena. El término significa originalmente clausura y aislamiento de algo durante cuarenta días (aunque el número puede variar en ocasiones). En caso de epidemia se imponía la cuarentena a personas, casas o barcos que traían enfermos infecciosos; había también hospitales de cuarentena, que solían tener más características de cárceles que de hospitales. En ocasiones había que someter a cuarentena ciudades enteras, lo que era más factible cuando estaban amuralladas. Las consecuencias podían ser económicamente ruinosas, por lo que, mientras las autoridades sanitarias intentaban imponer la cuarentena para detener la epidemia, las autoridades civiles y los comerciantes, con el fin de proteger sus intereses, presionaban para ignorar la epidemia y no declarar la cuarentena. Una crónica de la peste que sufrió Valencia en 1647 decía que “hubo muchos disturbios entre los médicos y la gente de la plebe: éstos pedían que no se declarase [el contagio] porque no les quitasen el comercio, y aquéllos [los médicos] mirando por la monarquía y bien común, declararon ser peste tal achaque”. (Citado por Arquiola, 1987: 268).
El cataclismo social y económico de las grandes epidemias
Como es bien sabido, los relatos del Decamerón se originan durante el encierro de un grupo de nobles que han huido de la peste que asola Florencia, se han encerrado en una villa cercana para aislarse de la epidemia y entretienen su ocio con narraciones galantes. Esta refinada forma de autocuarentena era un recurso propio de la nobleza, fuera del alcance del pueblo llano. Además, las casas de calidad, amplias, cuidadas y construidas a base de piedra, estaban más protegidas de las ratas que las chozas modestas en que solían amontonarse las familias humildes y sus animales domésticos: también las posibilidades de evitar la enfermedad son muy distintas según las capas sociales y por tanto es distinto el porcentaje de mortalidad según el nivel económico. Pero no es este factor el único que influye en la probabilidad de supervivencia; algunos profesionales (como los médicos y sus ayudantes, religiosos o notarios) cuando no huían ante la epidemia y se entregaban al auxilio de los afectados, quedaban directamente expuestos al contagio y padecían una elevadísima mortalidad. Es clásica la descripción de Manzoni (en I promessi sposi) de la actuación de los capuchinos en la peste de 1630 en Milán.
Desastres de la magnitud de la peste pueden convulsionar o llegar a destruir una civilización, pues las grandes epidemias tienen enormes consecuencias económicas, sociales y psicológicas. La mortalidad causada en Europa por las epidemias de peste del siglo XIV tuvo como consecuencias la concentración del capital por acumulación de herencias, la posibilidad de un rápido ascenso social para los supervivientes, la necesidad de recurrir a nuevas formas de contratación de mano de obra tras la gran mortalidad entre los campesinos, el abandono de pueblos enteros, etc. El prestigioso historiador Walter Scheidel (2020) lo sintetiza así:
Las grandes pandemias que conocíamos estan ya muy alejadas de nuestra época y afectaron a sociedades muy diferentes de la nuestra, con economías básicamente agrarias. Si llegaba una epidemia y mataba a la tercera parte de la población quedaba mucha menos gente capaz de trabajar. Por consiguiente, había que pagar mejor a los supervivientes por el mismo trabajo. Por otra parte, las propiedades agrícolas perdían valor, pues había más terreno en relación al número de personas que vivían en él. De esa manera, los propietarios pasaban a ser menos ricos y los trabajadores menos pobres. Eso es lo que se ha visto en el pasado, pero no es necesariamente aplicable a la época contemporánea. Son buenos como ejemplos históricos, pero no sirven necesariamente para anticipar las consecuencias de la situación actual.
Al mismo tiempo que la reorganización económica se daba el incremento de la religiosidad, la superstición y el recurso a la magia, la marginación o eliminación de minorías culpabilizadas… Particularmente significativa fue la persecución de los judíos. Se les acusó de haber causado la epidemia envenenando los pozos y se difundió el rumor de que en la comunidad judía no había casos de peste; a continuación, los judíos fueron encarcelados, torturados o asesinados. Sus fortunas se confiscaron y, en algunas zonas de Europa, toda la comunidad tuvo que exiliarse. La psicología social enseña que, ante un desastre de gran magnitud cuya causa es incomprensible y cuyo desenlace es incierto, la primera reacción solía consistir en pedir perdón a la divinidad y en culpar y castigar a algún grupo socialmente diferenciado. Los judíos eran despreciados y a la vez envidiados pues, al tener prohibido los católicos el ejercicio de la usura, ellos eran los únicos miembros del pueblo llano que disponían de esa posibilidad de acumular capital. Sigerist ha visto en este hecho una buena explicación del odio que se desató contra ellos: “Las municipalidades y los nobles debían mucho a los judíos y la peste les dio oportunidad de librarse de los odiados acreedores” (Sigerist, 1987: 139).
La Iglesia y los moralistas creyeron que la Peste Negra era una manifestación de la ira de Dios por los pecados del hombre, y reclamaron una renovación moral de la sociedad. Pequeñas peregrinaciones de hombres con el torso desnudo desfilaban fustigándose con látigos la espalda en señal de arrepentimiento. Además de estos flagelantes, los temores de la época quedaron plasmados en las representaciones de la Danza de la Muerte, en las que un esqueleto que representaba la muerte azarosa se llevaba danzando a jóvenes y adultos, ricos y pobres, a todos sin distinciones sociales o religiosas. Albert Camus recogió todas estas consecuencias de las grandes epidemias en su célebre novela La peste.
De todo esto se desprende una clara enseñanza: ante una catástrofe de la magnitud que supone una gran epidemia, la cultura propia de cada lugar y cada momento da una serie de respuestas en las que confluyen, de forma entrelazada, los conocimientos rigurosos objetivamente comprobables, las ideas especulativas más o menos razonables, las fantasías y creencias de todo tipo y los deseos e intereses, explícitos o secretos, de individuos y grupos. Es fundamental analizarlos todos ellos, distinguirlos de forma adecuada y actuar en consecuencia.
Referencias
Arquiola, E. (1987): “Las enfermedades en la Europa medieval” y “Las enfermedades en la Europa Moderna: Siglos XVI y XVII”, en: Albarracín Teulón, A. (ed.) (1987): Historia de la enfermedad, Madrid, Saned-Wellcome, pp. 173-181 y 265-273.
Carmichael, A. G. (2003): “Bubonic Plague”, en: Kiple, K. F. (ed.): The Cambridge Historical Dictionary of Disease, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 60-63.
Gracia D. (1982): “Cuatro actitudes ante la enfermedad infectocontagiosa”, en: Estudios dedicados a Juan Peset Aleixandre, Valencia, Universidad de Valencia, Vol. 2, pp. 241-254.
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Harrison, M. (2004): Disease and the Modern World. 1500 to the present day, Cambridge, Polity Press.
Osterholm, M. y Olshaker, M. (2020): La amenaza más letal. Nuestra guerra contra las pandemias y cómo evitar la próxima, Barcelona, Planeta.
Rhodes, J. (2013): The end of plagues. The global battle against infectious disease, New York, Palgrave Macmillan.
Scheidel, W. (2020): “Comment les épidémies bouleversent le monde” [Propos recueillis par Gabriel Bouchaud], Le Point, n.º 2481,12 mars, pp. 115-118.
Sigerist, H. E. (1987): Civilización y enfermedad, México, Fondo de Cultura Económica. [1ª ed. esp., 1946].