Publicado el 20 de mayo de 2020
Nota: Este documento forma parte del proyecto de investigación y difusión del conocimiento propio del Colegio Libre de Eméritos que se titula: “Aspectos biológicos, tecnológicos, culturales, sociales y emocionales de las epidemias: Enseñanzas prácticas de aplicación actual”. Si usted desea obtener gratuitamente los demás documentos del proyecto e información sobre el resto de las actividades que se realizan dentro del convenio de colaboración entre Colegio Libre de Eméritos, Fundación Deliberar y Editorial Triacastela (CLEDET) puede hacerlo a través del enlace: https://deliberar.es/ Para más información: info@cledet.es
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La larga experiencia docente de Diego Gracia como catedrático de Historia de la Medicina le dio ocasión de estudiar (y exponer a sus alumnos) todo lo que las enfermedades han enseñado a la humanidad a lo largo de la historia. Y en el año 2020 esas enseñanzas históricas han cobrado un inesperado protagonismo con la aparición del coronavirus causal de la epidemia Covid-19. El siguiente diálogo deliberativo intenta explorar la relación entre la experiencia de las enfermedades antiguas y la punzante actualidad de la presente.
José Lázaro: Diego, en tus cursos de la Facultad de Medicina (Universidad Complutense) siempre diferenciabas la Historia natural y social de las enfermedades (que estudia la forma en que se desarrollaron las enfermedades del pasado) y la Historia de la Patología (dedicada a los conocimientos y teorías que los médicos de cada época han ido desarrollando sobre las diferentes enfermedades). Son dos planos tan distintos como lo son siempre los hechos reales, por un lado, y las teorías humanas sobre ellos, por el otro. Yo he seguido muy de cerca en mis cursos (Universidad Autónoma de Madrid) esos temas elaborados por ti, entre otras razones porque nunca he encontrado un planteamiento pedagógico mejor sobre el tema.
Desde la perspectiva de la Historia natural y social (lo que Laín Entralgo solía llamar “la realidad del enfermar”) sostienes que, a lo largo de los siglos, las enfermedades aparecen, cambian y desaparecen como consecuencia, por supuesto, de factores naturales y biológicos (la geografía, el clima, las mutaciones genéticas…), pero también, y decisivamente, de factores sociales, culturales y humanos (el comercio, las guerras, la higiene, los cambios alimentarios, la modificación técnica del medio ambiente…). Sueles repetir que muchas enfermedades son consecuencia de la forma en que los humanos transformamos, en cada momento histórico, los recursos naturales (animales, plantas, terreno, minerales…) en nuevas posibilidades de vida (ganadería, agricultura, industria…); este proceso de transformación lo consideras prácticamente como el hecho definitorio del término “cultura”. La transformación cultural de la naturaleza es lo que constituye la civilización humana.
Aquellas lecciones tuyas —que impartías a los estudiantes de Medicina y que para mí fueron, en su día, una revelación—, las enfocabas hacia las muchas enseñanzas que los médicos han recibido de las enfermedades a lo largo de la historia y hacia la aplicación práctica actual de esas enseñanzas.
La pandemia vírica que estamos padeciendo en el momento en que iniciamos este diálogo (mayo de 2020) tiene un impresionante paralelismo con las grandes epidemias históricas, pero también importantes diferencias. ¿Cuáles de esos paralelismo y diferencias te parecen más relevantes y qué enseñanzas se desprenden de unos y de otras?
Diego Gracia: El hecho de que seamos hijos de la cultura occidental hace que nos parezca obvio el concepto de “naturaleza”, que a partir del análisis que de él hicieron los antiguos griegos, se ha convertido en el generatriz de toda la cultura occidental, la nuestra. Pero, bien mirado, eso de la naturaleza es una pura abstracción. En el ser humano no hay nada natural. La naturaleza pura, si es que puede hablarse en esos términos, es la propia de los animales. En el ser humano todo está modificado a través de la inteligencia, que si para algo sirve es para modificar el medio y adecuarlo a las necesidades humanas. Nuestra naturaleza no es pura, sino modificada, cultivada; es decir, no se trata de naturaleza sino de “cultura”. Y las epidemias hay que verlas así, como fenómenos culturales, no meramente naturales. Por ejemplo, la difusión de esta epidemia ha sido tan sorprendentemente rápida porque vivimos en la era de la globalización, y la movilidad humana es hoy infinitamente mayor que la de cualquier época anterior. Movilidad humana es también movilidad de gérmenes. Y el remedio clásico contra las epidemias, la cuarentena (por lo que se ve, hasta ahora no hemos sido capaces de inventar otro distinto) es lo más opuesto que pensarse pueda a la globalización. Esto explica la crisis total que está provocando.
JL: Una lección fundamental que tú subrayas al estudiar las enfermedades del pasado es que los factores, positivos y negativos, que influyen sobre ellas, son de los más variados tipos: los hay biológicos, económicos, sociales, culturales… Desde la geografía o el clima hasta el comercio, los materiales arquitectónicos o la industria textil, es enorme la variedad y complejidad de los factores (biológicos, sociales o personales) que interactúan en la aparición, los cambios y la desaparición de las enfermedades. Se solía decir de la medicina que nada humano le es ajeno; el estudio de las enfermedades llega aun más lejos, pues a ellas no les es ajeno nada humano, ni cultural, económico, social, medioambiental, biológico… Esto implica la necesidad de interacción —para el estudio y para el combate contra la enfermedad— de todo tipo de especialistas, ya lo sean de ciencias formales (la estadística, por ejemplo), naturales, sociales o humanísticas. Y ahí topamos con la vieja tesis de Ortega sobre la ceguera selectiva que se deriva del especialismo.
Por un lado, era inevitable (y positivo) que el crecimiento exponencial de los conocimientos humanos a partir de Renacimiento diese lugar a un fuerte proceso de especialización. Cuanto más amplio es “lo que sabemos entre todos”, más especialistas hacen falta para conocer con rigor y profundidad cada una de sus partes. Pero ese proceso no deja de ampliarse y la eficacia del conocimiento especializado hace que cada vez sean más las disciplinas ajenas a las que el especialista ha de renunciar para mantenerse al nivel que le exige la suya. A ello se añade el conocido mecanismo psicosocial por el que los grupos profesionales tienden a enfatizar la importancia de su disciplina y a minusvalorar las ajenas. Todo ello da lugar a una mezcla de erudición específica y analfabetismo selectivo que necesariamente lleva a perder la visión del conjunto y acaba por ocultar el sentido global de los fenómenos complejos. Y por eso Ortega, en Misión de la universidad, define al científico especializado como “un bárbaro que sabe mucho de una cosa”.
DG: Parecería que eso del bárbaro especialismo es una consecuencia inevitable del progreso científico y técnico, pero no es verdad. Se trata más bien de la consecuencia de un modo de entender la cultura y la vida humana, y en consecuencia también la educación. Lo que Ortega quiere denunciar en su ensayo es la necesidad de reformar la educación. El texto es de 1930. Pero cuando las cosas han empezado a ponerse verdaderamente serias ha sido después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces se impuso en Europa Occidental el estilo de vida norteamericano, ya que no en vano Norteamérica había sido la ganadora de la guerra. Esto afectó a todas las facetas de la vida, también a la educación. El pragmatismo de Dewey se aplicó sistemáticamente a la pedagogía norteamericana en las primeras décadas del siglo XX, y con el aplastante triunfo de la cultura norteamericana —a partir de los años cuarenta— ese modo de entender la educación y la cultura es el que se ha impuesto en prácticamente todo el mundo. Una de las cosas que más me sorprendieron en mi primera visita a los Estados Unidos fue que, al hablar sobre la enseñanza, es decir, sobre lo que debía o no debía enseñarse, lo primero que preguntaban era: “¿Y eso para qué sirve?”. Se supone que todo lo que no tiene una utilidad práctica inmediata carece de importancia. Del homo faber clásico hemos pasado, según diagnosticó Hannah Arendt, al homo laborans. Es una aberración que no puede conducir a nada bueno, por más que haga crecer el PIB y aumente el bienestar.
JL: Cuando Laín Entralgo expuso la historia de la microbiología en el tercio final del siglo XIX (lo que denomina “mentalidad etiopatológica”) usó el ejemplo bélico como el modelo ideal para estudiarlas: desde la época de Pasteur y Koch se ha tendido a concebir las enfermedades infecciosas como una guerra entre la especie humana y el germen infectante, ya fuese una guerra relámpago (infecciones agudas) o una guerra de desgaste (infecciones crónicas). En el caso de la epidemia Covid-19 las metáforas bélicas han sido omnipresentes, e incluso se han fomentado desde el gobierno, como se ha visto en las ruedas de prensa oficiales en que el número de militares uniformados era mayor que el de civiles. Ha habido opiniones muy dispares sobre esa “militarización” de la lucha contra la epidemia. ¿Qué aspectos positivos y negativos encuentras tú en ella?
DG: Tienes razón. La estrategia clásica ante las enfermedades infecciosas ha buscado su “exterminio” a cualquier precio. La consigna era erradicar todos los microorganismos patógenos para la especie humana de la faz de la tierra. Ha sido una consecuencia natural de la mentalidad dominante a lo largo de tantos siglos: el ser humano es el rey de la creación y puede hacer y deshacer en ella cuanto le plazca. He contado varias veces mi experiencia en este asunto, que supongo idéntica a la de cualquier persona de mi edad. Una característica del primer antibiótico era que casi no tenía efectos secundarios, con lo cual la estrategia de exterminio consistía en ir subiendo los millones de unidades que se administraban, en la creencia de que al final los gérmenes tendrían que rendirse, aunque solo fuera por agotamiento. Pero pronto se vio que eso no era así. También ahí funcionaba la regla darwiniana de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto, con lo que resultaba que al final los que no morían eran los gérmenes resistentes, es decir, los más peligrosos. Así que la propia antibioterapia estaba seleccionando los gérmenes que luego no podía exterminar. Era la prueba del nueve de que la estrategia que se estaba utilizando era errónea. Así que hubo que asumir, aunque fuera a regañadientes, otra estrategia (a la que cabe llamar “ecológica”) que más que exterminar los gérmenes, trataba de apaciguarlos. Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo XIX para que un médico, Ernst Haeckel, acuñara el término “ecología”, con el que intentaba expresar que los seres vivos no son nada separados de su medio, de tal modo que es una pura abstracción considerar a cualquier especie animal fuera de él. Si ponemos un oso polar en el ecuador, lo más probable es que fallezca. El ser vivo y el medio constituyen una unidad indisoluble. También en el caso de la especie humana. Cada ser vivo tiene su propio medio, al que está adaptado, de modo que ambos coexisten en equilibrio. Los problemas comienzan cuando se rompe el equilibrio, es decir, cuando una especie invade el espacio de otra. En esto, la especie humana ha sido y es particularmente activa. Ha considerado que su medio es el mundo entero, y que puede destruir o alterar los medios naturales a su antojo. Es un error infantil, cuyas consecuencias ahora estamos empezando a calibrar. Esta pandemia es uno de los síntomas de que la cultura humana tiene que cambiar de orientación de modo drástico. Pero como los seres occidentales vivimos en un delirio de narcisismo y estamos encantados de habernos conocido, no nos pueden despertar, si es que lo hacen, crisis como la actual. Esto es un aviso, sólo un aviso. No podemos tratar a la naturaleza como el patio de atrás en el que podemos echar todos nuestros desperdicios. La naturaleza no puede verse como patio o cuadra, es nuestro oikos, la “casa” del ser humano. Maltratar nuestra propia casa es tirar piedras contra el propio tejado. Y es lo que estamos haciendo. El Covid-19 es un virus que vivía ecológicamente en sus reservorios naturales, probablemente unas aves, y que se ha convertido en problema cuando el ser humano ha invadido un terreno que no le correspondía. Lo cual demuestra, por otra parte, que las epidemias no son fenómenos “naturales”, como es frecuente pensar. Cuando el ser humano anda de por medio, no hay nada puramente “natural”. Eso es, de nuevo, una abstracción irreal.
JL: En el caso del actual coronavirus se puede hablar de la Tercera Guerra Mundial, y no solo entre los que sospechan una manipulación intencionada del germen. En sentido metafórico, la expresión también tiene validez. En las dos primeras guerras mundiales había países combatientes y otros neutrales; en este caso todos los países del mundo participan o participarán en ella, y además no incluye sólo a una especie viva sino a dos muy distintas: un mamífero superior y un virus (que es la forma más elemental de la vida, hasta el punto de que a veces se ha considerado como el punto límite entre la materia inerte y la orgánica). En este sentido, la tercera sería la más auténticamente mundial de todas, hasta el punto de que podríamos considerarla como la Primera Guerra Global. Y así introducimos el concepto de globalización que es fundamental para el análisis de estos temas.
DG: He citado varias veces una experiencia que tuve siendo un jovencito de siete años. Yo vivía, lógicamente, con mis padres, y mientras almorzábamos solíamos oír el diario hablado de Radio Nacional de España. Fue, si no recuerdo mal, con ocasión de la visita de Alexander Fleming a España, en mayo de 1948. La Universidad de Madrid le nombró Doctor Honoris Causa, y Gregorio Marañón pronunció su laudatio. Con esa ocasión le entrevistaron en Radio Nacional. El periodista le preguntó por los enormes avances que estaba haciendo la medicina, y muy en especial por el descubrimiento de Fleming, la penicilina. Marañón respondió que los avances estaban siendo tales que en las próximas décadas desaparecerían partes enteras de los tratados clásicos de Patología. Sorprendido, el locutor le preguntó que cuáles eran esas partes. Y la respuesta de Marañón fue que estaba cercana la desaparición de la parte dedicada a las enfermedades infecciosas.
El testimonio de Marañón tenía particular relevancia, dado que él había sido jefe de la Unidad de enfermedades infecciosas del Hospital General de Madrid durante bastantes años. No era una idea particular de Marañón, sino la creencia común en la Medicina y en la sociedad en aquel entonces. Había que “exterminar” todo microorganismo patógeno para la especie humana, como decíamos antes. Ha habido que esperar a las últimas décadas para que la medicina pasara de le estrategia belicista y exterminadora a otra más “ecológica”. Hoy sabemos que la mejor barrera contra el progreso de los gérmenes patógenos son los llamados saprofitos, es decir, aquellos que viven y se reproducen en nuestro organismo sin dañarle, y que defendiendo su territorio son la mejor barrera contra los patógenos. De una mentalidad belicista hemos pasado a otra, digamos, ecológica.
Por eso la metáfora de la guerra me parece especialmente funesta en este caso concreto. Es, de nuevo, desviar la atención del asunto central. Se supone que en una guerra tiene que haber vencedores y vencidos. Aquí utilizamos el término guerra en un sentido metafórico, pero incluso eso resulta peligroso. Lo que se pretende, en última instancia, es saber quién ha sido el culpable de todo esto. Es decir, vamos a la búsqueda de un chivo expiatorio, lo típico en cualquier crisis individual o colectiva. Es un error. No hay chivo expiatorio. No hay dos bandos, ni cabe hablar de buenos y malos. Es toda la cultura occidental la que se encuentra en una encrucijada sin precedentes. Lo que está pasando es un toque de atención de que estamos en un camino equivocado, que nuestro desarrollo, del que estamos tan orgullosos, es insostenible, y que la única salida posible es la del “desarrollo sostenible”, un término que apareció, si no recuerdo mal, en el año 1987, y que hoy sigue siendo un puro concepto teórico. Lo que oímos en los medios de comunicación a lo largo de este confinamiento es que todo el globo está entrando en recesión económica, y que es necesario volver cuanto antes a la plena producción y el pleno empleo, es decir, a repetir los errores del pasado. Nadie quiere darse cuenta de que no podemos seguir viviendo al ritmo en que veníamos haciéndolo. Hay que cambiar de modo de vida. Si algo podemos aprender de este confinamiento, es que para vivir hacen falta muy pocas cosas, y que la mayor parte de lo que hacemos es superfluo, inútil, y en buena medida contraproducente. Como repito desde hace tiempo, hemos de caminar hacia una cultura de la pobreza, o, como eso suena muy duro, de la frugalidad. Todo lo que consumimos de más se lo estamos quitando a alguien, presente o futuro.
JL: El concepto de “inmunidad de rebaño” plantea varios problemas importantes que me interesa analizar contigo. Al exponer la historia de la viruela solemos recurrir al ejemplo de la conquista de México por Hernán Cortes (desarrollado ya por McNeill en su clásico libro Plagas y pueblos, de 1976, al que se ha acusado de “patocentrismo” por el énfasis, quizá excesivo, con que subraya el papel causal de las enfermedades en los grandes acontecimientos históricos). Se admite que los soldados de Cortés eran inmunes porque habían sobrevivido a epidemias previas en su lugar de origen y la viruela deja inmunidad permanente. Eso tiene sentido si se aplica a todos ellos, no al 70% ni al 90%, porque en una epidemia masiva ese 30% o 10% de personas inmunológicamente vírgenes tendrían las máximas posibilidades de contagiarse. Es el problema en que se han metido esos pequeños pueblos españoles que se aislaron en marzo —antes de tener un solo enfermo— y no dejaron entrar a ningún extraño: ahora tienen la posibilidad de seguir en aislamiento permanente o bien de abrirse al exterior asumiendo un riesgo muy superior al del resto del país. Está claro que el concepto de “inmunidad de rebaño” tiene todo el sentido para frenar el ritmo de los contagios y ese freno es fundamental para disminuir el número de muertes: da tiempo a que los enfermos sean tratados en hospitales, evitando el colapso; permite investigar en busca de vacunas o tratamiento antivíricos y además abre la posibilidad hipotética de que un cambio natural, como la llegada del verano, reduzca la epidemia. El precio es la paralización del mundo y la reclusión masiva. Ahora bien, las grandes epidemias víricas del tipo de la viruela, hasta el siglo XIX, acababan cuando ya había fallecido la llamada “tasa de mortalidad” y todos los supervivientes habían quedado inmunizados. Por lo tanto, si la tasa de mortalidad es baja —y se logra averiguar la inmunidad que deja este coronavirus— pasar la enfermedad se convierte en una auténtica liberación que permitiría a los afortunados reintegrarse con normalidad a la vida laboral y social. Ese, y no otro, sería el sentido de las medidas de aislamiento, cosa que muchas veces no está clara en opiniones que circulan por los medios de comunicación. ¿Qué opinas de este planteamiento, cuyas consecuencias habría que explorar?
DG: Si yo no estoy confundido, la “inmunidad de rebaño” tiene que ver con el hecho de que cuando un porcentaje muy alto de una población, que creo que está entre el 60 y el 70%, está inmunizado, los demás es muy poco probable que vayan a sufrir la enfermedad, porque la inmunidad de la mayoría impide que el virus se difunda, al estarlo matando el 70% de los individuos. Esto se ve muy claramente en el tema, de gran actualidad, de la vacunación infantil. Quienes se oponen a la vacunación de sus hijos saben que estos tienen muy poca probabilidad de infectarse, dado que los demás sí lo hacen y actúan como barrera en la difusión de los gérmenes. Pero si el porcentaje llegara a ser alto, las cosas las verían de otro modo. Se aprovechan del grupo, y por eso se les llama “gorrones” o “polizones”, ya que viven a costa de los demás. Lo cual no obsta para que sigan teniendo una probabilidad, bien que no elevada, de enfermar. Esa probabilidad no desaparece hasta que todos pasen la enfermedad, o estén inmunizados.
En el caso de la difusión de las epidemias sucede exactamente lo mismo. Hay algunos que se reúnen para divertirse y consumir alcohol sin mucho riesgo de contagio, pero porque los demás cumplen las normas de confinamiento. Son, de nuevo, gorrones. En esto de las epidemias, como en tantas otras cosas, se cumple indefectiblemente la llamada “ley de los grandes números”. Pero al margen de ello, creo que tienes razón en pensar que las medidas de aislamiento buscan, no exclusivamente, pero sí entre otras cosas, lentificar la difusión de la epidemia y no colapsar el sistema sanitario. Por las mañanas oigo la BBC mientras hago un poco de ejercicio, y no deja de sorprenderme que esto se dice en ella todas las mañanas, a diferencia de lo que sucede entre nosotros. En el caso actual, acabamos de saber que el porcentaje de población infectado en España a día de hoy (15 de mayo) está en torno al 5%. Es un porcentaje muy bajo para que actúe como barrera. Con lo cual la probabilidad de que el virus se siga extendiendo es altísima, a no ser que continuemos indefinidamente en cuarentena. La única posibilidad de cambiar ese curso natural de la enfermedad es que dispongamos de una vacuna eficaz, que inmunice a la población sin por ello sufrir la enfermedad. La cuarentena que ahora estamos pasando sirve para retrasar el contagio de la población, evitando muchas muertes y el colapso del sistema sanitario. Con un 5% de contagiados, esto no lo arregla más que la vacuna.
JL: Una situación angustiosa para todo ser humano es tener que tomar decisiones graves sin tener conocimientos y certezas sólidas como apoyo. Con la epidemia Covid-19 esa situación ha llegado a un punto extremo. Desconocemos rasgos fundamentales del virus, —empezando por la mencionada inmunidad que deja o no deja a los afectados— ya que es muy escaso el tiempo que ha transcurrido desde su aparición; pero, a pesar de ese desconocimiento, tenemos que tomar medidas urgentes.
Por otra parte, la medicina siempre exige una actuación firme a la vez que un cuestionamiento permanente de las teorías que la guían. Es tan peligroso en la práctica clínica creer en teorías que podrían ser falsas como quedar paralizado por la duda continua. Durante dos mil años la medicina occidental siguió dogmáticamente la teoría humoral, que se apoyaba en observaciones acertadas y razonamientos lógicos, pero llevó a conclusiones disparatadas: por ejemplo, que toda enfermedad se cura extrayendo del cuerpo los “malos humores” que la provocan, lo que supuso la aplicación masiva de sangrías, eméticos y purgantes, que en muchos casos debilitarían a los pacientes y acelerarían su muerte.
Es muy difícil mantener a la vez el escepticismo sobre lo que sabemos y la urgente firmeza de la actuación terapéutica. ¿Cómo encontrar, ante ese dilema, la posición intermedia y la actitud prudente que tú recomiendas siempre?
DG: Los seres humanos tenemos alergia a la incertidumbre. Pero la filosofía nos viene diciendo, desde hace muchos siglos, que las proposiciones empíricas, como son todas las de la ciencia, sólo son probables, nunca ciertas. Resulta sorprendente que esto —que es tan claro en filosofía— resulte tan desconocido no solo por la población general, sino también por los propios científicos.
¿Por qué será? La respuesta más plausible creo que la dio Freud. La incertidumbre genera en los seres humanos angustia y dispara los llamados mecanismos de defensa del yo. El primero, como resulta bien conocido, es la negación. Así que los humanos tenemos una fortísima inclinación natural a negar la incertidumbre verdadera y hacerla pasar por certeza falsa. Y esto sin darnos realmente cuenta de lo que hacemos, de modo inconsciente. Es decir, actuamos imprudentemente, y no nos damos cuenta. Esto se ve muy bien en las situaciones críticas, como la actual. Kretschmer describió hace casi cien años que entonces se disparan las llamadas “reacciones de pánico”, la de “sobresalto” (que generalmente se traduce en una tempestad de movimientos, porque algo hay que hacer, aunque no sepamos qué) y la de “sobrecogimiento” (el sujeto queda paralizado y es incapaz de reaccionar ante la crisis). Las dos son reacciones irracionales e imprudentes. La prudencia está entre esos dos extremos.
Yo siempre digo que el cerebro humano no está muy bien hecho, y que como consecuencia de ello la mente humana no es muy fiable. Esto se debe, obviamente, a razones evolutivas. Pero dejando eso de lado, es claro que nuestras decisiones están plagadas de “sesgos”, de los que encima no nos damos cuenta. La capacidad de autoengaño del ser humano es casi infinita. De ahí que la educación deba tener como uno de sus objetivos, quizá el principal, acostumbrarnos a controlar nuestra angustia, a fin de que podamos tomar decisiones razonables, sensatas, sabias, responsables o prudentes. Pero para tomar decisiones prudentes hay que estar entrenado, de tal modo que uno sepa controlar sus reacciones inconscientes, deliberar sobre lo que está sucediendo y ser capaz de identificar el curso óptimo, que siempre será el mejor de los posibles. Hay que educar en la prudencia. Cosa que no es nada fácil, a pesar de que el tema tiene una larga historia. Aristóteles dijo que el método para tomar decisiones prudentes es la “deliberación”. Pero resulta que tampoco nos gusta deliberar. El cuerpo nos pide tomar decisiones rápidas, fulminantes, instantáneas. Todas ellas están sesgadas, y tienen una alta probabilidad de resultar erróneas y perjudiciales. Esto, que desdichadamente no se enseña en las escuelas —creyendo que con el iPad y el iPhone está todo solucionado—, ahora empieza a tener una cierta fama como consecuencia de la atención que han comenzado a prestarle los psicólogos. Ejemplo, el libro de Kahneman Pensar rápido, pensar despacio. No deja de ser sorprendente que Kahneman, psicólogo, sea Premio Nobel de economía. Y es que los economistas han caído en la cuenta de lo importante que es conocer los sesgos de decisión para su negocio. No buscan combatirlos sino fomentarlos, o al menos no modificarlos. Al contrario de lo que sí quiere hacer la ética, y de lo que debería proponerse todo proceso educativo. Por cierto, que el ejemplo de Kahneman no es el único. Él recibió el Premio Nobel de economía en 2002. Pero en 2017 se lo dieron a Richard Tahler por algo similar.
JL: Hay una larga tradición de médicos ilustres —además de Marañón— que metieron la pata cuando se lanzaron a hacer profecías. Esto fue muy claro a mediados del siglo veinte, cuando el deslumbramiento producido por los antibióticos, que tú has mencionado, hizo pensar en el final definitivo de las enfermedades infecciosas. Un gran historiador de la medicina, Henry E. Sigerist, en un libro de 1943 (Civilización y enfermedad), llegó a escribir: “Ya le hemos perdido el miedo a la tuberculosis, enfermedad que desaparecerá en un futuro no lejano, por lo menos en los países económicamente adelantados. Las enfermedades venéreas tienden también a desaparecer porque conocemos su etiología y patogénesis y hemos ideado tratamientos efectivos”. Sigerist no podía imaginar que en las últimas décadas del siglo XX la incidencia de la tuberculosis aumentaría en los países desarrollados y las enfermedades venéreas se verían enriquecidas por el sida. Pero todavía en 1972, el Premio Nobel de Medicina Sir Macfarlane Burnet y el catedrático de Microbiología David O. White iniciaban la cuarta edición de su Historia natural de la enfermedad infecciosa diciendo: “En el tercio final del siglo XX, a los habitantes del próspero mundo occidental no nos van a faltar problemas de índole social, política y de medio ambiente, y sin embargo, uno de los peligros inmemoriales para la existencia humana se ha desvanecido. Los jóvenes de hoy casi no han tenido ninguna experiencia con las enfermedades infecciosas graves”.
Frente a esta lamentable tradición de médicos buenos convertidos en profetas malos, ha habido otros, entre los que tú te encuentras, dedicados a advertir desde hace años que la aparición de una nueva epidemia de origen animal y proporciones imprevisibles era solo cuestión de tiempo. En el año 2020 ya la tenemos aquí. ¿Podrías exponer los hechos en los que te apoyabas para realizar un pronóstico tan acertado y las perspectivas que ves para el futuro?
DG: Es curioso advertir lo lejos que quedan ya nombres tan insignes como los de Sigerist y Burnet. Las cosas han cambiado radicalmente respecto a lo que eran en las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El problema es que aún no nos hemos enterado. Nadie ha venido a zarandearnos y decirnos que el panorama ya es otro. Como las cosas suceden paulatinamente, tendemos a minimizar el cambio, incluso a no advertirlo. Sólo cuando las cosas se observan a una cierta distancia, con perspectiva, se ven las enormes diferencias que nos separan de hace escasos cincuenta años. El caso de Sigerist es particularmente significativo. Durante toda su vida jugó a profeta de los nuevos tiempos. Y esos nuevos tiempos que él profetizaba eran los de una especie de socialismo democrático que, por arte de magia, iba a colocar a la humanidad en un paraíso. Y su profecía era la típica de los intelectuales progresistas en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los avances de la ciencia permitían otear ya una sociedad opulenta, en la que la riqueza acabaría llegando a todos los estratos sociales, terminaría con la pobreza propia de las sociedades anteriores y generalizaría la nueva cultura del bienestar, en la que, entre otras cosas, desaparecerían las enfermedades infecciosas. Como mínimo hay que decir que sus propuestas constituían condición necesaria, pero no suficiente. El cambio tiene que ser más profundo. Cada vez estamos más cerca de convertir la humanidad en un rebaño de ovejas. Aquí sí que cobra todo su sentido la expresión “efecto rebaño”. Pero se trata de un rebaño distinto al de los epidemiólogos. Es el rebaño de lo que Kant bautizó como “heteronomía”, por oposición a autonomía. Las nuevas tecnologías y las redes sociales son fantásticos sistemas de control social, que pueden servir para educar, pero también para manipular y someter a la población. Y parece que esto último es lo que tiene más probabilidades de suceder. Nunca había existido en España un gobierno con tal capacidad de manipulación y control de los medios como el que ahora tenemos.
JL: Un virólogo tan célebre como cuestionado, Luc Montagnier, afirma que el germen causante del Covid-19 es un virus manipulado en un laboratorio. Pero la tesis predominante en medios científicos, por el momento (escribo esto el 2 de mayo de 2020, y lo que se escribe sobre estos temas tiene próxima fecha de caducidad) es que su origen está en una más de las muchísimas mutaciones víricas que se producen constantemente en animales y que de vez en cuando saltan a la especie humana con efectos patógenos. Jaret Diamond es autor de un libro muy difundido sobre el papel que las epidemias —entre otros factores— juegan en la historia de la humanidad (Armas, gérmenes y acero); en cuanto estalló la epidemia del coronavirus, Diamond firmó con el virólogo Nathan Wolfe un artículo de gran contundencia en el Washington Post, pidiendo la clausura por el gobierno chino de los múltiples mercados de animales salvajes sin control sanitario que existen en aquel país. Recordaban que su riesgo como posibles focos de nuevas epidemias se conoce perfectamente desde hace tiempo (igual que se conoce el riesgo de los laboratorios virológicos con insuficientes medidas de seguridad). Si esa clausura no se produce, decían, la futura aparición de otras pandemias es solo cuestión de tiempo. Su postura coincide con la tuya, entiendo, pero tú piensas, si no me equivoco, que la eventual clausura de esos mercados quizá sea necesaria, pero no es, desde luego, suficiente.
DG: No sé si este virus salió de un laboratorio, pero me parece una explicación excesivamente rebuscada. Hay otra más sencilla y que resulta mucho más plausible. Es bien sabido que las enfermedades epidémicas no se han dado siempre en la historia humana. De hecho, no han existido durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Su origen suele hacerse coincidir con las revoluciones neolíticas. Entonces empezaron a darse las condiciones que necesita una enfermedad infecciosa para hacerse epidémica. La primera es que los seres humanos, en vez de vivir dispersos, como parece que sucedía en el nomadismo del paleolítico, se concentren en ciertos lugares, de tal modo que éstos empiecen a estar densamente poblados. De no ser así, el agente infeccioso no podrá difundirse masivamente. La otra característica es que los seres humanos vivan en la proximidad de los animales que actúan como reservorios naturales de esos gérmenes. Esto también apareció con la revolución neolítica, cuando comenzó la domesticación de animales y con ello la convivencia dentro de la misma domus, de la misma casa, los animales domésticos y los seres humanos.
Todo esto demuestra, una vez más, que lo importante es respetar el medio ecológico de cada ser vivo y no invadirlo. Algo que los seres humanos hemos convertido, al menos desde la revolución neolítica, en una costumbre, cuando no en un deporte. Creemos que todos los demás seres de la naturaleza están a nuestro servicio. Y no es cierto. El argumento puede formularse así: si, como pensamos, nuestra especie tiene dignidad, como decía Kant, y merece respeto, dado que eso solo puede conseguirse en el interior de un medio adecuado, y que este medio es el mundo, resulta que también el medio es merecedor de dignidad y respeto. Y ese medio es el propio de los animales. Las epidemias no son fenómenos naturales sino humanos. Los seres humanos somos los causantes de las epidemias. En el origen suele estar la falta de respeto hacia los equilibrios ecológicos. Solo respetando la ecología animal podremos respetarnos a nosotros mismos. Lo demás es no solo ilusorio sino también inmoral.
JL: Tú llevas más de treinta años hablando de bioética ecológica y derechos de las futuras generaciones. El punto de partida histórico es la aparición, en el siglo XIX, de la ecología como rama de la biología que se ocupa de estudiar científicamente la relación entre los seres vivos y su medio ambiente. Los descubrimientos de Darwin —la selección natural de los individuos mejor adaptados al medio y la eliminación de los inadaptados, algo que desde entonces no ha hecho más que confirmarse y ampliarse con nuevos datos—, abrieron paso al conocimiento científico de los factores que regulan el equilibrio natural entre los individuos, las especies y su entorno. Suele admitirse que el número de individuos en cada especie está regulado por la tasa de natalidad y la de mortalidad habitual. Pero cuando ese número aumenta excesivamente se produce una “crisis de mortalidad catastrófica” que lo reduce de nuevo a los límites tolerados por el medio. El ser humano no escapa, en principio, a estas leyes naturales de la biología, pero en muchos aspectos se ha puesto por encima de ellas a través de la técnica. Tan por encima que ha llegado a convertirse en una seria amenaza para el equilibrio ecológico. Su capacidad de modificar el medio desde la revolución industrial es de tal dimensión que, en menos de tres siglos, tiempo históricamente ínfimo, la esperanza media de vida se ha duplicado (de unos 40 a unos 80 años) y el numero de personas en el planeta se ha multiplicado por diez. Eso supone una explosión demográfica de tal calibre que desde hace medio siglo se viene cuestionando la posibilidad de mantenerla sin poner límites al crecimiento. No se ha logrado en la práctica poner esos límites y aquí es donde se produce la conexión inquietante entre la superpoblación, la inevitabilidad de nuevas epidemias y la posibilidad de una crisis de mortalidad catastrófica que reduzca la especie humana a un número de individuos muy inferior al actual…, porque desde ese punto de vista la humanidad es la auténtica pandemia insostenible. ¿Qué opinas de esta preocupante hipótesis?
DG: Con ocasión de la Primera Guerra Mundial surgieron, sobre todo en Alemania, reflexiones muy interesantes sobre este tema que planteas. Un general prusiano, Friedrich von Bernhardi, publicó en 1911 un famoso libro titulado Deutschland und der nächste Krieg (Alemania y la próxima guerra), en el que daba una interpretación darwiniana de los conflictos bélicos, como casos particulares del principio de “lucha por la existencia”. Quienes ganan la guerra son por definición los mejores, de modo que a través de las guerras se llevan a cabo procesos de “selección natural”. Hitler no hizo otra cosa que sacar las consecuencias políticas de esta tesis en su famoso libro Mein Kampf. Es algo semejante a lo que ya había dicho Robert Malthus en su Ensayo sobre la población, al afirmar que el crecimiento de la humanidad, dado que aumenta a un ritmo superior al de los recursos, resulta limitado siempre por éstos. El tamaño de las poblaciones lo han regulado históricamente este tipo de procedimientos: la guerra, las hambrunas, la miseria, etc. El problema es qué debemos hacer hoy si, como parece, esos métodos clásicos nos parecen inhumanos e indignos.
Es elemental que la tierra tiene un límite, que los demógrafos denominan “capacidad de sustento”. Los recursos son limitados, y cuando la población supera esas cifras, se produce una crisis demográfica. Lo lógico sería limitar la población antes de que eso sucediera. De ahí el segundo gran concepto, el de “óptimo de población”. Esto pasa en las poblaciones animales, y pasa también en la humana. Hay zonas en la tierra, cada vez más, que están por encima del óptimo de población. Eso no puede tener más que consecuencias negativas. Lo cual significa que algún tipo de control de población es necesario. ¿Cuál? Aquí, de nuevo, estamos perdidos. Y como siempre, las respuestas más frecuentes son las extremas: el control de las poblaciones es intocable, de tal modo que la naturaleza (o Dios) debe seguir ocupándose de su control; y en el extremo opuesto, el aborto libre, e incluso el infanticidio, como proponen algunas organizaciones. Nuestra cultura se mueve siempre entre dos extremos, la criminalización de las conductas y su banalización. De nuevo la solución no puede estar más que el curso intermedio que busca promover la responsabilidad de los seres humanos en la toma de decisiones sobre un asunto tan importante como el de la transmisión de la vida. El problema de nuestra sociedad es que suele trivializar los asuntos más graves. Y el antídoto contra la trivialización no puede ser otro que la responsabilización.
JL: La explosión demográfica de los últimos siglos ha supuesto una degradación del medio ambiente que no tiene precedentes históricos y cuyas consecuencias, empezando por el cambio climático, pero no sólo por él, son impredictibles y pueden ser catastróficas. En el libro que tienes en prensa, En busca de la identidad perdida, vuelves sobre estos temas y dejas clara tu opinión sobre lo que conviene hacer: no esperar demasiado de los políticos y concentrarnos en educar a la sociedad para aprender a consumir menos, a vivir frugalmente, con austeridad, sabiendo que todo lo que consumimos de forma innecesaria se lo estamos quitando a alguien, presente o futuro. Propones, a la vez, fomentar el trabajo duro, entendiendo por “trabajo” el cultivo de los valores esenciales, la verdadera calidad intelectual, moral o estética, la excelencia en las manifestaciones superiores del ser humano, tan potentes como sus tendencias negativas y destructivas.
Concretas tu postura, en ese libro, de la siguiente forma: “Los consumos que llenan nuestras vidas son de una ínfima calidad, y a la larga, o a la corta, resultan insostenibles. Ése es el consumo que hemos de restringir. Debemos consumir nuestro tiempo y nuestra vida de otra manera, creando valor, añadiendo valor, pero valor de verdad. (…) ¿Por qué no comenzamos a preguntarnos cada uno por nuestros valores, si tienen en cuenta a la globalidad de los seres humanos o sólo a unos pocos? ¿Y por qué no actuar en la vida, en nuestra vida, desde hoy, desde ahora mismo, de acuerdo con el siguiente imperativo, que lo es, y además categórico: ‘Vive frugalmente, piensa y actúa globalmente’? El globo es de todos. Cuando tanta gente se halla en necesidad extrema, cuando el propio planeta parece deteriorarse hasta el punto de hacer cuestionable la propia existencia de las generaciones futuras, hay razones para afirmar que todo lo que a unos nos sobra pertenece a otros. (…) Que el subdesarrollo del llamado Tercer Mundo es insostenible, parece a todas luces evidente. Pero lo que ya no lo es tanto es que también resulta insostenible el desarrollo del Primer Mundo. Y si éste no puede sostenerse, menos lo sería su generalización al conjunto del planeta, que es lo que ingenuamente se pensó en los felices cincuenta y sesenta. (…) Porque el desarrollo del Norte es insostenible. Con ello quiere decirse que no es generalizable al conjunto de la humanidad, que no es universalizable o globalizable. Si reducido a los países del Norte como casi está ahora, resulta ya insostenible, como lo demuestra el deterioro, cada vez más peligroso y próximo a la irreversibilidad, cuánto más si se generalizara al conjunto de la humanidad. Esto es lo que no queremos ver ni entender. Que nuestro desarrollo es insostenible, y que no valen paños calientes, del tipo de los muros o las concertinas, ni tampoco vale con el rescate de los náufragos. Todos tenemos la obligación de saber que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, y que la única solución es que restrinjamos nuestro consumo, que vivamos frugalmente, pobremente, de tal modo que el primer y el tercer mundo se encuentren en ese punto de convergencia que es el ‘desarrollo sostenible’. Cualquier cosa menor que esa será insuficiente. Y tampoco podemos esperar a que esto lo resuelvan los gobiernos. No es primariamente un problema político sino moral. Hay muchas razones para pensar que nuestro consumo de más es un hurto que hacemos a alguien presente o futuro. Esto nos afecta a todos, y todos hemos de colaborar, cada uno en su medida, en la solución”.
Diego, estas formulaciones tuyas son impecables, es difícil no estar de acuerdo con ellas. Pero el hecho es que la inmensa mayoría de los seres humanos no actúan así en absoluto. Lo que se observa de hecho es que en los países desarrollados del norte hay un consumo desenfrenado de objetos materiales y en los países pobres del sur hay una enorme envidia y un deseo muy intenso de participar en la sociedad de consumo. Se lamenta continuamente que los jóvenes van a vivir peor que sus padres, pero al decir eso es evidente que por “vivir peor” se entiende ganar menos dinero y consumir, por tanto, menos productos. Parece muy difícil que las cosas dejen de ser así y se produzca esa austeridad voluntaria que tú aconsejas. Pero las formulaciones abstractas y conceptuales con que la propones en textos como los que acabo de citar —formulaciones que son imprescindibles como fundamento teórico— a mí me plantean siempre la misma pregunta: eso, ¿cómo se hace en la práctica? ¿Podrías aplicar esa idea general a ejemplos concretos? ¿Cuáles son los enormes obstáculos que se oponen a la realización de ese hermoso ideal? Porque si no identificamos con mucha claridad las dificultades concretas, ellas acabarán reduciendo los más nobles propósitos a música celestial.
DG: Apelo a tus lecturas psicoanalíticas para que tú mismo te preguntes si esas preguntas que me haces no son, en el fondo, el resultado de resistencias inconscientes ante algo que nos obliga a una transformación radical de nuestras vidas.
Necesitamos un cambio drástico de mentalidad, de tal modo que resulte posible lo que el Informe Brundtland definió por vez primera, creo que fue en el año 1987, con el nombre de “desarrollo sostenible”. Han pasado más de treinta años desde aquello, y el desarrollo sostenible sigue sin haber pasado de la teoría a la práctica. Estamos en medio de una crisis, y lo único que buscan políticos y economistas es acabar con ella cuanto antes para volver tan pronto como se pueda al mismo desarrollo insostenible que fue su origen. No aprendemos ni de los errores. Este confinamiento nos está enseñando que los seres humanos podemos vivir muy dignamente sin casi nada de lo que el marketing quiere que nos parezca necesario, cuando es completamente superfluo. La mayor parte de las cosas que hacemos, viajes, etc., son perfectamente prescindibles. No sirven más que para matar el tiempo de personas que han perdido el norte en la vida, porque han sido educadas mal, muy mal. Acabas de recordar que, desde hace bastantes años, mi consigna es: “Vive frugalmente, piensa y actúa globalmente”. Pero no parece que las cosas vayan por ahí. Una sociedad que solo piensa en el incremento del PIB está enferma, gravemente enferma.
Me preguntas que cómo se hace eso. Y yo no puedo responderte más que repitiendo una sola palabra, un gerundio: “educando”. Me has oído varias veces que yo no me considero un escritor que educa en sus ratos libres, sino un educador, un profesor que escribe. Yo creo en la educación, eso que parece no interesar a casi nadie, porque en caso contrario los profesores no tendrían la bajísima estimación social de la que gozan en nuestra sociedad. Lo normal es creer en otras cosas; por ejemplo, en la política. Los políticos dan una imagen social penosa, e inmediatamente sale un grupo que se propone remediar eso desde dentro de la propia política. Les llama “casta” y busca hacerse un hueco en el espacio político del país. Desde el primer día dije que se acabarían convirtiendo en lo mismo que criticaban. Y, en efecto, en cuanto vieron posibilidad de llegar al poder dejaron de utilizar el dicterio “casta” y se amoldaron a las reglas del sistema. Era evidente. La política no se puede moralizar desde la política. La política es, como ya dijera Marx, un epifenómeno de la sociedad. Dime qué sociedad tienes y te diré qué política sale. La política se hace en los parlamentos, pero la sociedad se educa en las escuelas. Y así como el lenguaje del Estado es el Derecho, el de la sociedad es la Ética. ¿Por qué será que todos estos redentores ocasionales coinciden en identificar el Derecho con la Ética y pensar que no hay más ética que la de los derechos humanos? No sé si somos conscientes de que la palabra “derecho” puede ponerse delante de casi cualquier cosa. El resultado es grotesco, cuando no penoso. Mientras no se me demuestre lo contrario, y lo veo difícil, yo seguiré pensando que la solución no puede venir de la política —que por definición habrá de ser siempre de mínimos, buscando armonizar hasta donde sea posible los intereses de todos, o mejor, de la mayoría— sino de la educación, de la ética, que necesariamente ha de mirar más allá de los propios intereses. Se dirá que esto es mucho idealismo. No, esto es humanidad.
JL: Diego, si un diálogo como este (que intenta ser una deliberación) sirve para algo es para explorar cuestiones que no tratamos en nuestros escritos previos. Una de las aportaciones del método deliberativo es que el interlocutor nos plantea cuestiones que nosotros mismos no nos plantearíamos de forma espontánea, y de ese modo nos abre nuevas perspectivas de reflexión. Yo echo de menos en tus escritos sobre el desarrollo sostenible un tema que me interesa particularmente: ¿cuál es, en el fondo, la fuerza que nos empuja a los humanos hacia un irracional crecimiento ilimitado? Porque está claro que esa fuerza existe. No hay empresa que considere que tiene ya suficientes beneficios; no hay político que crea haber logrado demasiado poder; no hay potentado al que su fortuna le parezca excesiva; no hay donjuán (o doñajuana) que se canse de disfrutar nuevos cuerpos femeninos (o masculinos); no hay iglesia que se queje del exceso de fieles; no hay escritor que lamente tener demasiados lectores; no hay deportista que crea haber ganado demasiadas medallas… La conquista, el agonismo, la carrera hacia nuevos triunfos que nunca son suficientes, parece estar inscrita en lo más profundo del alma y de las instituciones humanas. Por mucho que razonemos sobre la necesidad de limitar el crecimiento hay una poderosísima fuerza en nuestro interior que se opone a ello. Y esto se ve muy bien en el caso de la economía, con su intocable dogma del crecimiento perpetuo: si alguien dice que no es conveniente un crecimiento de los beneficios, la riqueza y el PIB sino que, por sus gravísimas consecuencias negativas sobre el medio ambiente y sobre nuestra forma de vida, quizá habría que pensar en estabilizarlos o incluso en moderarlos razonablemente, lo más probable es que lo envíen al psiquiatra. ¿Dónde situarías tú la raíz de esa oscura fuerza que nos empuja, de forma irracional pero irresistible, a la conquista, la pelea y el crecimiento ilimitado e interminable?
DG: Quizá conviene comenzar recordando algunos conceptos de la psicología clásica, la que se encuentra, por ejemplo, en el tratado De anima, de Aristóteles. Él dice que en el psiquismo humano hay dos grandes facultades, que llama Noûs (inteligencia) y Órexis, que se tradujo al latín por appetitus, apetito. La mente la localizaron los antiguos en el cerebro, y el apetito del cuello para abajo, bien en el tórax (apetitos irascibles), bien en el abdomen (apetitos concupiscibles). Pensemos en el apetito de comer. La mera visión de una mesa repleta de suculenta comida no me lleva a comer. La inteligencia, dice Aristóteles, ve, pero no tiende. La tendencia es cosa de la otra facultad, la apetitiva. Me lanzo a comer si tengo hambre, no si simplemente veo la comida. ¿Y cuánto he de comer? Por mi gusto, comería hasta hartarme. Eso es lo que me pide el cuerpo. El deseo de comer no desaparece hasta que estoy harto. Cuando actúo así, soy sujeto pasivo de mi apetito: eso es lo que los clásicos llamaban una “pasión”. Por el contrario, cuando el apetito está controlado por la razón, que me dice que coma, pero con moderación, entonces el cerebro controla el impulso abdominal, y comeré moderadamente. Esto no es algo natural. Esto es algo que hay que educar porque es lo específicamente humano, y a eso es a lo que los clásicos llamaron “voluntad”, el apetito racional, a diferencia de la “pasión”, un apetito irracional, desbocado.
Es lógico que la gente quiera más y más, cada vez más. Apetitos tenemos todos, y además son necesarios para la vida. El problema está en que los apetitos nos dominen y se conviertan en pasiones. Las pasiones son muchas, pero cabe reducirlas a tres: el poder, el dinero y el sexo. Como nos enseñó Ricoeur, en la cultura moderna ha habido tres maestros que nos han enseñado el modo como funcionan: Nietzsche, Marx y Freud. El dominio de cualquiera de ellas tiene como consecuencia la destrucción de todos los demás valores. No puede vivir frugalmente y pensar y actuar globalmente, según el lema que antes hemos comentado, quien se halla dominado por estas tres grandes pasiones. Este es un fenómeno que describió un filósofo alemán, Nicolai Hartmann, y al que puso el nombre de “tiranía axiológica”. La pasión desmedida se convierte en tirana y destruye todo lo que toca. Ni que decir tiene que de la “pasión” se pasa con gran facilidad a la “patología”. El resultado son gravísimos trastornos de la personalidad, personalidades anormales, que generalmente se autodestruyen a sí mismas, pero en muchas ocasiones tras destruir familias o incluso naciones enteras. El grave problema es que, en nuestra cultura, estos sujetos, al acaparar enorme poder, se convierten en los auténticos ídolos de la sociedad. Estos son los modelos que hoy gozan de prestigio social, y de los que se habla continuamente en los medios de comunicación. Max Scheler, un filósofo del que ya nadie sabe nada ni en Alemania, habló mucho de los “modelos”. Para tomar el pulso a una sociedad es preciso saber cuáles son sus modelos, aquellos a los que admira. En la antigua Grecia eran los “héroes”: Aquiles, Héctor, Ulises. En el mundo medieval, los “santos”: Francisco de Asís, Agustín de Hipona. En el moderno, los “sabios”: Galileo, Newton, y entre nosotros Ramón y Cajal. La pregunta es cuáles son hoy los modelos de nuestra juventud. La respuesta puede acabar quitándonos el sueño.
JL: Hay temas que son muy difíciles de plantear, porque parecen estar en el límite de lo que se puede decir. Pero a veces son los más importantes. Para entrar en ellos hay que ponerse varios cinturones de seguridad y medir con precisión cada palabra que se utiliza. Uno de esos temas es la convicción de que siempre es malo que muera gente. Solo mencionarlo parece que da escalofríos y dispara todas las alarmas.
La Peste Negra mató en el siglo XIV aproximadamente a la mitad de los europeos. Lo que ocurrió a continuación fue el Renacimiento. Aunque se discutan los mecanismos concretos, y sobre todo la influencia de otros factores, parece que la relación entre ambas cosas está clara para los historiadores: tras la epidemia hubo una gran escasez de mano de obra, aumentaron los salarios, se desplomaron las rentas de los terratenientes pero aumentaron los ingresos de los trabajadores, hubo una redistribución de la riqueza entre una población total mucho menos numerosa… Se puso en marcha un proceso del que salió el Mundo Moderno. No se puede decir, por supuesto, que la Peste Negra fuese la causa del Renacimiento, pero no se puede negar que fue uno de los factores que intervinieron en su génesis.
La última gran crisis de mortalidad catastrófica que ha tenido España fue la Guerra Civil. Tras la dura postguerra, la situación económica despegó en los años 60, y tras la muerte del dictador España ha disfrutado de 45 años con un bienestar y una libertad que no tienen precedentes en la desdichada historia de nuestro país.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania y Japón quedaron en ruinas y con su población diezmada, especialmente la de varones jóvenes. Pero tras una postguerra sorprendentemente corta, ambos países alcanzaron una prosperidad y unas libertades democráticas que duran ya más de siete décadas y tampoco tienen allí precedentes históricos.
Es evidente que una muerte, aparte de ser el final del que muere, es una brutal desgracia para sus allegados. A un desconocido seguramente ni le llegue la noticia. Y siempre hay alguien que se beneficia o se alegra de que otro muera. Una encuesta entre estudiantes universitarios de Estados Unidos les pedía que reconociesen sinceramente si en el año anterior habían deseado la muerte de alguien; el 80% respondió que sí; al publicarse la encuesta, alguno comentó que el otro 20% mentía. Creo que fue Borges el que confesó que le costaba trabajo sentir pena por los muertos en la batalla de Salamina…
Los comentarios que hemos hecho antes sobre la explosión demográfica y sus consecuencias, si se desarrollan sin anestesia hasta las últimas consecuencias, acaban necesariamente llevándonos a esa pregunta insoportable: ¿Es siempre malo que muera gente?
DG: Nunca debemos perder de vista que nuestro cerebro ha ido formándose a estratos, como consecuencia de un complejísimo proceso evolutivo, y que los estratos resultantes tampoco se llevan excesivamente bien entre sí. De ahí las contradicciones que nos envuelven y en buena medida nos atenazan.
En el orden puramente natural, es obvio que la muerte te libera de un posible o seguro rival. Solo la muerte de unos permite el vivir de otros. Y la muerte en sí no es ni buena, ni mala. Se trata de un fenómeno natural. La evolución biológica avanza sobre montañas de cadáveres... El “otro” es, en principio, un “rival”, cuando no un “enemigo”. Así debió suceder en las culturas más arcaicas. Todo el que no formaba parte del núcleo familiar —o de la aldea— era un potencial o real enemigo, y como tal se le trataba. Aún en la época griega, el término “meteco” sirve para designar al extranjero, pero por extensión al forastero, extraño o, incluso, enemigo. En cualquier caso, parece que la cultura humana, si ha hecho algo, ha sido ir ampliando paulatinamente el ámbito de lo propiamente humano. No deja de ser sorprendente que hayamos tenido que esperar hasta el siglo XVIII para que un filósofo, Kant, formulara el llamado “principio de universalización”, que extiende a todos los seres humanos la categoría de “dignidad”. Y hoy estamos en la época de la “globalización”, que obliga a ampliar la dignidad, no solo a todos los seres humanos, sino también a los demás seres vivos y a la naturaleza toda. En esto consiste la humanidad. Los seres humanos somos unos sujetos bastante extraños, con ideas que son claramente antievolucionistas y antidiscriminatorias. Max Scheler definió al ser humano como al animal capaz de decir “no”. Yo prefiero decir que es el animal capaz de “perdonar”. No he encontrado una categoría más humana que esta.
Lo bueno y lo malo no tiene que ver con el orden natural sino con el moral. Por ejemplo, no es lo mismo morir que matar, porque uno puede ser un fenómeno natural y el otro es un asunto humano. ¿De las muertes naturales pueden derivarse bienes? ¿De las muertes colectivas pueden derivar bienes colectivos? Parece que sí. Citas algunos ejemplos, pero quizá pueden también derivarse otros. Por ejemplo, la mayor austeridad de vida, el no despilfarro, el trabajo duro, el que la necesidad de reconstrucción dote a uno de un objetivo en la vida, el no sentirse inútil, etc. Es bien conocido que en tiempos de guerra disminuyen ciertas enfermedades mentales, como la depresión, cuando en principio parece que debería suceder lo contrario. Lo verdaderamente grave, lo deprimente, es sentirse, como decía Sartre, de trop, de más. Cada mañana uno debe preguntarse cuál es su “misión” en ese día. Este es un tema que a Ortega le gustaba mucho, el de la “misión”. La vida humana tiene carácter misivo, decía Zubiri. Y ante la misión lo único que nos cabe decir es, como los patriarcas y profetas bíblicos: “¡Heme aquí!”. A mi modo de ver, esta es la actitud auténticamente humana.
JL: Diego, tú eres especialista en bioética, muchos pensamos que el mejor de nuestro país. De los grandes problemas clásicos que estudia esa disciplina, ¿cuáles han sido puestos de relieve por la actual epidemia? ¿Ha planteado alguno nuevo?
DG: Ha planteado muchos. Por ejemplo, el de la toma de decisiones en situaciones trágicas, es decir, cuando las necesidades son superiores a los recursos. Es un tema clásico desde comienzos del siglo XIX, cuando se le planteó al gran Larrey, el cirujano jefe de Napoleón, en la campaña de Rusia. Aquí se ha producido de nuevo, no tanto por falta de recursos cuanto por exceso de improvisación en nuestros políticos y gestores. Algo que se ha pagado con mucho sufrimiento y bastantes muertes.
Otro tema enorme, del que poco se habla, es el de la actitud de los profesionales sanitarios ante la situación. Dando un ejemplo de ética profesional a todo el país, han asumido sus riesgos hasta el punto de poner en peligro su propia vida, sin ni siquiera rechistar. Han dado un enorme ejemplo de ética profesional a la sociedad española. Ya me gustaría a mí que esa ética se extendiera al conjunto de las profesiones, incluida la de los políticos, si es que cabe llamar a eso una profesión.
Pero el tema de los temas es el de la causa de esta pandemia y, por tanto, el de qué deberíamos reformar si es que conseguimos superarla. Y de esto nadie habla, ni parece que existan ideas muy claras. Lo que todo el mundo pretende es volver a la situación anterior lo antes posible, que es tanto como volver a las andadas. Esta epidemia ha venido en un momento muy malo, en el que habíamos dinamitado todas las identidades previas, pero sin alternativa ninguna, si no es la de vivir al buen tuntún.
Esto del coronavirus no es más que un aviso. Pasarlo cuanto antes y volver a la situación anterior es acumular error sobre error. De ser así, vendrán nuevos avisos, cada vez más serios. No podemos seguir deteriorando el medio ambiente, polucionando los mares, deforestando los bosques, con una obsesión depredadora que, como corresponde a las obsesiones, debería estar en los tratados de Psiquiatría. Lo que está en juego no es solo la humanidad, la vida humana, es la propia supervivencia biológica.
Acabo de escribir un breve artículo sobre Potter, el que acuñó el término “bioética”. Se cumplen ahora cincuenta años de esta hazaña, que, por cierto, está pasando desapercibida. Él la concibió, no como la ética de la medicina, que es lo que ha tenido más éxito en su medio siglo de existencia, sino como la “ética de la vida”. Quizá hoy estamos en mejores condiciones que nunca para entender el mensaje de Potter. La bioética no es el nuevo rostro de la ética médica, sino la ética de la vida, de la vida en general. Y como hoy más que nunca son los equilibrios de la vida los que están amenazados, puede concluirse que la bioética es la ética sin más del siglo XXI. La ética de esta centuria será bioética o simplemente no será.
JL: Miguel Ángel Quintana Paz, joven profesor de ética en Valladolid, ha criticado recientemente los sermones de filósofos muy conocidos que defienden ideologías diferentes, pero todos coinciden en que el coronavirus ha venido a darles la razón. Y frente a ellos Quintana señala que el Covid-19 es un problema real que ha venido a sustituir los pseudoproblemas identitarios que centraban el discurso político e intelectual en España. Él lo plantea de esta manera: “Es divertido vernos reaccionar ante la Covid-19. ¡Todos creemos que viene a confirmar nuestras teorías previas! Žižek, por ejemplo, afirma que esto anuncia el fin del capitalismo: interesante, si no fuera porque lleva los últimos 20 años atribuyendo a todo igual diagnóstico. (…) Hay que entender que un filósofo intente corroborar sus ideas con lo que pasa en el mundo. Lo hacen también los científicos: buscan hechos que validen sus hipótesis. Otra cosa, claro, es que la realidad esté por la labor de colaborar en ello. Muchos intelectuales sostienen en las últimas décadas que la clave para entender lo humano está en cuál es el grupo identitario al que perteneces, cómo se te oprime por ello. Esos eran los asuntos estrella en España justo antes de llegar el coronavirus (en lugar de cómo prevenirlo): la identidad feminista (castigar los piropos, el 8-M), la identidad catalana, etcétera. Es normal que incluso ahora muchos intenten prolongar esos discursos. Ay, pero por desgracia para ellos el virus no está por la labor de ayudarles. Es muy revoltoso, le da igual qué teorías estén triunfando en la academia. Por ejemplo, está matando en mucha mayor proporción a hombres que a mujeres, pese a que miles de teóricas feministas creen que siempre es la mujer la que debe verse oprimida. O está cebándose en un grupo, el de los mayores, al que no suelen defender estas teorías identitarias (más centradas en otros grupos, como naciones, sexos, orientaciones sexuales… oprimidas)”.
Diego, tú tienes en imprenta, como hemos dicho antes, un libro sobre la búsqueda de la identidad perdida, y en él demuestras que ese es un problema crucial, y no un pseudoproblema, aunque los planteamientos interesados y triviales que critica Quintana Paz lo conviertan en tal.
¿Podrías resumir la razón por la que has centrado tu pensamiento en la cuestión de la identidad y la forma en que la actual epidemia afecta a nuestra identidad, perdida o encontrada?
DG: Resulta sorprendente que esto de la identidad tenga tan poca historia. Por ejemplo, los filósofos no se ocuparon de este tema hasta bien entrado el mundo moderno, en la época de Descartes. Entonces comenzó la reflexión sobre el ídem en el sentido de ego, es decir, sobre la identidad. Esto en filosofía, porque en psicología la cosa no empezó más que en Norteamérica después de la Segunda Guerra Mundial, con el movimiento de “Psicología centrada en el yo”. No se ha pensado en la identidad más que cuando empezó a perderse, o a convertirse en problema. Todo el mundo anda a la búsqueda de identidades, sin duda porque carecen de ellas, las han perdido o porque les resultan desconocidas. Esto no solo sucede en los individuos sino también en los pueblos. Y por más que han propuesto varias teorías sobre qué sea esto de la identidad, no parece que ninguna haya conseguido un mínimo consenso.
Lo primero es saber si con la identidad se nace o la identidad se hace. Al nacimiento, como decía Zubiri, se nos dan dos herencias. Una, la más obvia, es una dotación genética. Pero hay otra herencia. Además de la transmisión genética, hay lo que Zubiri llamaba la tradición cultural. El verbo latino trado significa entregar. Se nos entrega un depósito de valores que conforman lo que Hegel denomina “espíritu objetivo”, y que para simplificar podemos llamar “cultura”. Ese depósito no es de nadie, pero está en medio de todos, y quien nace aquí no tiene más remedio que asumirlo como propio: introyectará una lengua, unos usos, unas costumbres, determinadas creencias, etc., etc. Ese depósito se ha constituido con el resultado de las acciones de todos aquellos que nos precedieron. Si ellos fueron corruptos, en el depósito estará el valor “corrupción”, y quien nazca en este medio no tendrá más remedio que asumirlo como propio. Toda acción humana objetiva valores (o disvalores, como la corrupción) y los introduce en ese depósito que no es de nadie, pero es de todos. No nos damos cuenta de la trascendencia de toda acción humana, por más secreta que haya sido. Los valores comienzan siendo subjetivos, pero a través de nuestros actos se objetivan y entran a formar parte del “espíritu objetivo” de Hegel. No hay modo de escapar de esto. Hay actos de corrupción, pero hay también países corruptos, más o menos corruptos. Y ello se debe a que la corrupción de los actos pasa a ese depósito que no es de nadie, pero es de todos, y que tendrán que asumir como propio las futuras generaciones por el simple hecho de nacer en un determinado medio. Luego, cuando sean mayores, podrán mediante sus actos incrementar el depósito de corrupción de su sociedad o luchar contra él. Pero lo que no podrán hacer es ignorarlo. La vida humana no está constituida sólo por la “transmisión genética” sino también por esto, más complejo, que cabe llamar “tradición cultural”. Por eso Zubiri la definía como “transmisión tradente”.
Volvamos desde aquí a la identidad. ¿En qué consiste nuestra identidad? En primer lugar, en el depósito que recibimos nada más nacer. Es la identidad que podemos llamar colectiva o común. Cuando alcancemos una cierta edad podremos juzgarla críticamente, e intentar modificarla a través de nuestros actos. De este modo, iremos construyendo otra identidad, la propia, la más propiamente nuestra. Y haciendo esto, iremos contribuyendo también a la modificación, perfectiva o defectiva, de la identidad común. Nosotros pasaremos, pero las obras que hayamos llevado a cabo quedarán en el depósito objetivo de nuestra sociedad. Será nuestra contribución al patrimonio común. Ningún acto humano se agota en sí mismo. Todo acto tiene trascendencia histórica, hasta el más humilde. Quizá andamos buscando identidades porque hemos perdido la identidad básica, la que nos define como seres humanos. Y es que la vida, mal que nos pese, es un enorme y continuado ejercicio de responsabilidad.
La mayoría de las personas asumen pasivamente la identidad que les viene del medio, pero no tienen capacidad de transformarla perfectivamente. Dicho en términos kantianos, no son capaces de superar la heteronomía y construir su vida autónomamente. Este es nuestro más grave problema, la falta de madurez, la falta de autonomía. Criticamos las viejas identidades, pero no salimos de la heteronomía. En esto, los grandes avances tecnológicos de las últimas décadas, los medios de comunicación, las redes sociales, no han hecho más que empeorar la situación, porque se utilizan masivamente para heterodirigir a la gente, no para autodirigirla, es decir, para hacerla más autónoma.