Publicado en El País, 5 de marzo de 2020
Juan Benet suele funcionar bien como piedra de toque. Escritores que coinciden en muchas cosas (también cuestiones de gustos), e incluso tienen entre sí excelentes relaciones amistosas, se abren como las aguas del Mar Rojo al llegar a él. De un lado están los que lo consideran como una cumbre en la novela española del siglo veinte, encabezados por sus discípulos directos, como Javier Marías o Félix de Azúa. Del otro los que celebran el comentario que hizo Savater cuando Benet criticó a la Unión Soviética por ser demasiado blanda con Solzhenitsyn: dijo que su opinión era muy importante, al ser Benet un gran especialista en técnicas de tortura, como puede comprobar cualquiera que intente leer una de sus novelas.
No solo hay gustos totalmente contrapuestos entre personas de inteligencia, formación e intereses similares. También ocurre frente a los diversos géneros cultivados por un mismo autor. El propio Savater es un gran defensor de los ensayos y artículos que escribió Benet, cuyo estilo ingenioso, ocurrente y agudo contrasta ciertamente con el tono de sus novelas. Y el propio Savater lamenta que las novelas de aventuras o fantásticas que él mismo ha escrito no tengan la acogida que suelen tener sus artículos y ensayos.
Fue precisamente Benet quien planteó de forma polémica la cuestión del gusto literario en el artículo “Pan y chocolate” (1981). Sostenía que el paso de la infancia a la juventud implica “trocar a Verne y Stevenson por Kafka y Hemingway, pongo por caso. En este, como en cualquier otro cambio de paladar, no hay vuelta atrás”. Frente a la moda de reivindicar las novelas de acción, de piratas o de fantasmas, defendía los aspectos creativos e innovadores de la gran literatura que abre al público “un nuevo cauce a su sensibilidad y un mayor horizonte de su entendimiento”, a diferencia del producto pseudocultural, que no incrementa más que el embrutecimiento.
Savater respondió afirmando que un buen lector, como todos los animales superiores, suele ser omnívoro, lo que no significa que carezca de paladar sino que saborea cada género literario en función de sus propias características. Tras reivindicar la categoría literaria de lo interesante (que no está al alcance de todo escritor adulto) y plantear la sospecha de que quizá lo inmaduro sea el vanguardismo adolescente de los experimentos lingüísticos abstractos, confesaba su incapacidad de soportar los “monótonos monólogos monocordes que declaman inacabablemente lecciones cuya pedantería impresiona más que su profundidad, con el mínimo soporte de argumentos imperceptibles o indescifrables” y concluía reafirmando lo apetecible que puede resultar “el pan y el chocolate al sentirse harto de tocinos de cielo y de tortillas de tonterías”.
El caso de Galdós no solo es paradigmático por las reacciones opuestas que provoca; es a la vez idóneo para plantear, en términos generales, la cuestión del gusto, del papel que juegan la objetividad y la subjetividad en los criterios que se usan para valorar la literatura. Y más allá de la literatura, para cualquier juicio de valor estético. Y más allá de la estética, para cualquier juicio de valor, sea artístico, moral, económico, jurídico, político, sanitario… Pero quedémonos en la literatura, porque sería desmesurado plantear, en un artículo periodístico, las coincidencias y diferencias que se dan entre el acto de valorar la última película de Amenabar, la conducta de Estefanía en la isla de las tentaciones y la salud mental del señor Torra.
Los ejemplos son inagotables. Editores de primera categoría rechazan una y otra vez manuscritos de autores desconocidos que cincuenta años después son obras célebres disfrutadas por millones de lectores en múltiples lenguas. Y junto a casos como los citados, de autores que fracasan en un género que les ilusionaba pero triunfan en otro al que ellos no daban tanta importancia, hay también escritores que se mueven como pez en el agua en múltiples registros: Torrente Ballester escribió alguna de las mejores novelas vanguardistas de su época (La saga-fuga de JB) pero también obras maestras del realismo (Los gozos y las sombras), excelentes relatos fantásticos (El cuento de Sirena), enjundiosos estudios literarios (El Quijote como juego) y deliciosas compilaciones de ensayos (Los cuadernos de La Romana). Y este tipo de escritores polifacéticos son además la mejor refutación de quienes intentan explicar el fenómeno aludiendo a modas literarias o a gustos generacionales.
No se resuelve el problema invocando la objetividad o la subjetividad. La cuestión misma evidencia, solo con la posibilidad de plantearla, el papel decisivo de la subjetividad en el gusto literario. Y la importancia de la objetividad queda clarísima en la reacción que produciría quien afirmase que Francisco Umbral es un escritor mucho mejor que Cervantes.
Hay casos que suscitan casi unanimidad y otros en los que ocurre todo lo contrario. Las opiniones sobre la calidad de Valle Inclán, García Lorca o Sánchez Ferlosio tienen muy pocas voces disonantes. Ocurre exactamente lo contrario cuando se plantea el caso de Cela (que muestra en forma diáfana cómo el juicio de valor ético infiltra, inevitablemente, el estético).
La cuestión —apasionante— está abierta y no es fácil de cerrar. Quizá habría que preguntarse si es deseable cerrarla o es preferible seguir abriéndola, por la cantidad de enseñanzas que podemos sacar de su interminable exploración. El tono razonable y sereno en que Cercas y Muñoz Molina, sin rehuir la polémica, han planteado sus diferencias sobre Galdós, alimenta la esperanza de que, incluso en el país que retrató Machado, es posible que poco a poco las cabezas que piensan le vayan ganando terreno a las que embisten.